La voz del silencio se inscribe dentro de un subgénero justamente olvidado: la película coral, que tuvo su auge allá por los años ’90, con Ciudad de ángeles y Magnolia como referentes. En su tercer largometraje (una coproducción brasileño-argentina), André Ristum sigue esos pasos y narra el devenir cotidiano en una gran ciudad (San Pablo) de nueve personajes que en algún punto se entrecruzarán.
Aquí la gran metrópoli tiene un gran protagonismo y muestra su peor cara: la del anonimato como aislante social. Y la de la descorazonadora fealdad arquitectónica: es una jungla de cemento que en lugar de morros y ríos tiene a su gris paisaje dominado por edificios aplastantes y atravesado por autopistas que enloquecen con su torrente de luces y ruidos de autos y motos.
En este marco, la televisión y la radio son un tubo de oxígeno (las nuevas tecnologías casi no aparecen) para estos personajes al borde del desahucio. Estas vidas están atravesadas por dos factores en común: las acecha el fantasma de la desocupación y las dificultades para hacer pie en el mercado laboral; y, como resultante de la alienación urbana, padecen la soledad y la incomunicación.
Una mujer psicótica y su hija cantante, que intenta ganarse el pan en un cabaret de mala muerte. Un anciano que padece la indiferencia de una hija demasiado ocupada para llevarle a su nieto. Un hombre que trata de ahogar sus penas en sexo mientras su mujer agoniza. Otro que soporta el maltrato en dos trabajos para sobrevivir. Historias reconocibles, algunas más logradas que otras, y que no están exentas de algún que otro golpe de efecto innecesario.