La cuarta película del realizador brasileño André Ristum es un film coral que intenta despejar algunos planteos sobre la vida en las grandes urbes, que si bien en este caso es San Pablo, bien podría ser Buenos Aires, Santiago de Chile o cualquier ciudad que albergue grandes cantidades de habitantes.
En el arranque una coreografía presenta a cada uno de los personajes, los que, sin saberlo, tendrán una conexión con el otro al punto de luego, con el devenir narrativo, transformar y tener injerencia en los demás. Ristum es un esteta, y firma con preciosismo la ciudad y sus personajes, a pesar de mostrar la soledad de los vínculos, la falta de conexión entre los seres, la inmoralidad que acecha en la noche, pero también en el día.
El guion habla de seres que inevitablemente deben sobrevivir como pueden en la calle, un operador de call center, una vendedora que no vende nada, una mujer solitaria que pasa sus días tomando cerveza y lamentándose por aquello que no tiene más, una cantante de jingles que debe prostituirse para poder llevar dinero a su casa, el encargado de un local de comida con maneras poco ortodoxas de tratar a sus empleados, y más.
Entre todos se configura una red que generará la progresión narrativa de una película, que, como lo anuncia su título, maneja visualmente su guion a falta de palabras.
En la construcción silenciosa de los personajes, sus metas y objetivos, sus vínculos, “La voz del silencio” reposa su potencia en aquello que el fuera de campo omite en cada una de las escenas.
Como un pequeño puzzle, cada una de las piezas comienza a encajar, o no, al lado de la otra, y en medio de un recurso que recientemente hemos visto en la adaptación que Alex De la Iglesia ha realizado, un misterioso eclipse, tal vez Ristum decide depositar en algunas decisiones tomadas por los personajes a la “locura” que puede éste traer en las personas.
“La voz del silencio”, además, trabaja con problemáticas que determinan los pasos de cada uno de sus protagonistas, y que tienen que ver con la familia, la identidad sexual, el desapego, el agachar la cabeza ante la autoridad, el abuso de poder, la vida, la muerte. El director hábilmente deposita en cada uno de los actantes una fuerza que comienza a revelarse a partir de la mitad del metraje.
Fuerza que demostrará que en el silencio de la gran ciudad, o en el barullo de la misma, nada ni nadie tiene su destino determinado y mucho menos controlado.
El equipo de actores, integrado por intérpretes de trayectoria y otros nóveles, Marieta Severo, Ricardo Merkin, Stephanie De Jongh, Marinza Glezer, Arlindo Lópes, Nicola Siri, Claudio Jaborandy, Marat Descartes y Tássia Cabañas, resuelven con verosímil y honestidad cada escena que les toca trabajar.
La mayor virtud de un film como “La voz del silencio” es recorrer historias citadinas, de personajes solitarios, evitando caer en miseribilismos y lugares comunes, para configurar un potente relato sobre los vínculos y sus conexiones, sobre la imposibilidad de conectarse con el otro, y, principalmente, sobre decisiones, no tal vez las más acertadas, para continuar en la lucha diaria.