La voz del silencio presenta desde una perspectiva realista la vida de diez personajes, cuyas conexiones se van a manifestar tanto en cruces casuales como en reencuentros postergados. Este conjunto de seres anónimos dentro de una multitudinaria ciudad como es San Pablo está vencido por problemas de diversa índole: económicos, laborales, de salud física, mental, de vicios, excesos, o pérdidas insuperables. Autómatas de su vida cotidiana, no pueden escapar de su situación; hay quienes lo intentan, aunque el entorno no resulte de ayuda para persistir con su anhelo. El vínculo que une a todos, más allá de los encuentros que proponga la trama, es la soledad que padecen, causada por las adversidades sufridas, por los errores del pasado o por el peso de la realidad que transitan y no saben cómo manejar.
Dando su vida por sentado, resignados a su mecanizada cotidianidad, un hecho astronómico hará tambalear el status quo que los mantiene; sino erguidos, sí en pie. Un anunciado eclipse lunar parece ser el responsable de transformar la energía de los protagonistas, dando así un pequeño vuelco a sus peripecias diarias. Los empuja a transgredir su pasividad, a reaccionar o cumplir pequeños objetivos a corto plazo, aunque manteniendo un nivel de pesimismo importante.Es decir, la existencia de este eclipse los ayuda a activar sus espíritus críticos o sus ansias de resolución, pero sólo es un movimiento inicial, que implica un darse cuenta más que un cambio en sí.
Con un dinámico comienzo, Andre Ristum muestra, en su tercera película como director, la populosa ciudad paulista. Luego, casi como en un videoclip al compás de los golpes de una música electrónica de gran intensidad, presenta a los personajes en su rutina diaria. Desde allí nos transporta alternativamente a recorrer sus vidas, de forma siempre cronológica durante dos días, hasta llegar al climax anunciado por una gigante luna roja en el cielo. Con ritmo constante, las historias se entremezclan, sin que ninguna línea argumental parezca confusa, inconexa o discordante. La cámara, con el único propósito de exponer las circunstancias, es un ente neutral, salvo hacia el final donde una subjetiva muy bien resuelta nos muestra el estado mental de uno de los integrantes de este microcosmos. Pero sin lugar a dudas, el montaje es la principal virtud formal, como es predecible de sospechar tratándose de una película coral que encuentra la unidad en lo heterogéneo de las historias que retrata.
Es inevitable relacionar la intención del director con Ciudad de ángeles (Short Cuts, 1993), de Robert Altman, o con su sucesora Magnolia (1999) de P.T. Anderson, o mismo con Iñarritu en su juego de hilvanar varias lineas argumentales. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, aquí el espectador atento puede descifrar las relaciones a través de fotos, por ejemplo, sin que lo tomen por sorpresa las coincidencias. No es tanto la casualidad, o un accidente, o vivir en el mismo vecindario lo que genera las conexiones, sino la relación que ya existe de antemano entre los protagonistas. Por supuesto, también el destino juega un papel importante en estos cruces.
La voz del silencio es un collage sobre las flaquezas, adversidades y reveses de una sociedad envuelta en una gran crisis, el Brasil actual. Llena de tintes dramáticos, mostrando la peor faceta del ser humano, se excede en la desesperación y lo vil, imponiendo una mirada con altas dosis de negatividad. Con algún que otro golpe bajo, incluso (a veces hasta arrebatando a los personajes los pequeños logros conseguidos, otras usándolos para adoctrinar). Parece que lo único que falta para completar el triste panorama es que la película transcurra en Navidad, sin pretender con esto citar la gran Felicidades (2000)de Lucho Bender, que con la misma intención,por lo menos, apelaba a un humor que terminaba siendo satisfactorio. La voz del silencio deja un gusto amargo quizás excesivo, a pesar de su válida intención crítica.