Las Ranas ejerce un poder hipnótico que es imposible eludir. Edgardo Castro, director de La noche y La familia, concluye con este largometraje una trilogía particular -como su forma de pensar el cine- cuyo eje manifiesto es la soledad. En esta oportunidad deja de poner el cuerpo en pantalla, abocándose por completo al rol de la escritura cinematográfica, en sentido amplio. Una ficción que despliega otra forma de representar(la), que rompe con los cánones acostumbrados, que se posa en los límites, tanto en su concepción como en su realización. Por su extremo realismo, gracias al aporte de las locaciones y actuaciones, y con el evidente trabajo de investigación y compromiso, se puede confundir fácilmente con un documental. Sin embargo, hay decisiones que se evidencian claras, que no tienen que ver con el devenir de un registro aleatorio por las circunstancias o forzado por la narración, ni tampoco se apoya en el montaje como proceso creativo. La gran virtud de la puesta en escena está en el punto de vista que adopta la cámara con sus movimientos constantes. Con virtuosismo y sinergia, de forma orgánica, registra la intimidad de los personajes. Sin hostigarlos, a veces dejándolos ir, otras sacándolos del centro, aunque nunca estableciendo distancia. Si bien los persigue con cierta curiosidad, no se obstina en exponer situaciones, ni en ejercer algún tipo de subrayado. Así propone una mirada que se siente humana en el retrato, que observa pero no juzga. La única arbitrariedad visible, y que por suerte no pasa inadvertida en su mensaje contundente, es el pañuelo verde extendido. Este símbolo comparte el plano de forma simétrica con la protagonista, mientras ella disfruta de los pequeños grandes placeres que se otorga: un choripán que embadurna suavemente con chimichurri y acompaña con una Coca Cola. Como en cada Phillips Morris que prende, se siente un goce, un disfrute, de ese pequeño momento de felicidad que se brinda a sí misma. Bárbara (Bárbara Stanganelli) posee una impronta que con su sola mirada llena el espacio y los silencios, ya que se prescinde por lo general de los diálogos. Hay tantos detalles en su actuar, que irradia con su propio cuerpo la profunda soledad y el estado constante de congoja que transita el personaje. La pureza emotiva que manifiesta ante su hija, o ese pequeño gesto de mirar otra pequeña extrañándola, o el atisbo de sonrisa al ver cómo su compañera de ruta insulta a un auto mientras esperan el micro debajo de una autopista. O en su relación con Nahuel (Nahuel Cabral), en la que pone todo su esfuerzo material y físico para conservar el vínculo, en donde a pesar de la distancia, tanto emocional como espacial, se expresa el amor. Ranas es el mote desafortunado que se utiliza en la jerga carcelaria para nombrar a las mujeres que no tienen relación ni familiar ni en forma de contrato matrimonial con los presos. Ranas, en realidad, son las mujeres que atraviesan con sus cuerpos mucho más que unas simples rejas para visitar a sus hombres, con los que no sólo tienen sexo. Castro deja en claro, sin mediar palabras, la diferencia entre las tres mujeres que viajan juntas -pero separadas- a Sierra Chica: una de ellas, maquillada y con gesto más optimista, lo hace con claros fines románticos; las otras dos tienen bebés con los convictos. Sus caras denotan la motivación que las lleva a emprender el viaje, que quizás en un principio era otra. De ahí que ese pañuelo verde que señalo como arbitrario adquiere aún más sentido. ¿Por qué las mujeres deben estar presas de su libertad sin cometer ningún delito? No implica que no amen a sus hijxs, sino que tengan la posibilidad de decidir(lo). Sin prejuicios ni estereotipos, dato que se revela en la música que en constante presencia diegética se aleja de las cumbias villeras acostumbradas, que muta desde Bob Marley hasta la cumbia romántica y el trap. Así nos adentramos en un barrio humilde del oeste del conurbano; en los medios de transporte que la llevan a Barbi a la zona del Abasto, donde soporta con gran fortaleza la constante negación y exclusión. Sobre todo, descubrimos la cotidianeidad del penal de Sierra Chica, por ejemplo, en las costumbres de los convictos al preparar la comida, que se vuelve comunitaria como aquella que acontece en el barrio al comenzar la película. La comida como el evento clave al momento de compartir no sólo el espacio, sino la vida. En casos como con Las Ranas no solo se extraña la sala cinematográfica, sino también una parte fundamental del Festival: la puesta en común, la charla, el encuentro. Esta obra que posee escenas conmovedoras, mismo en algún caso bordeando lo abyecto, brinda una sensación que estimo se proyecta diferente según la propia subjetividad del espectador; aunque no se pueda compartir esta en el ahora, sin duda perdurará en el tiempo.
Los hilos del fútbol No es sorpresa para quien alguna vez recorrió la Ruta 9: muchas de las ciudades cordobesas que la bordean, sino todas, lucen sus nombres con la leyenda “Capital nacional”, seguida por la actividad o hecho histórico que la destaca. En este caso, La Superball dedica su hora de duración a Belleville, la capital “mundial” de la pelota. Allí se inventó, patentó y lució el primer balón totalmente esférico; es decir, sin tiento. Aquella costura visible que sobresalía por un costado fue dejada de lado gracias a la creatividad de tres visionarios locales que inventaron una válvula oculta que permitía su inflado manual. Así desapareció la pesadilla de los jugadores de aquel entonces, quienes resultaban heridos cuando, por el azar del juego, se golpeaban con este reborde hilado. Lo cierto es que poco sabíamos hasta el momento de esta creación bellevillense bautizada Superball. Algunos la recordarán por ser el nombre de la pelota oficial del Mundial Brasil 50, eternizado por el Maracanazo. Sin embargo, fue utilizada a nivel global desde 1931, cuando se hizo oficial su presentación en la disputa del clásico de ésta ciudad, más conocida por ser la tierra natal de Mario Alberto “El Matador” Kempes, que la capital de la pelota. De esta manera, el documental se propone abordar la historia detrás del invento, pero también lo que hoy esconde esa costura que se volvió invisible. El fútbol mueve pasiones, y a eso se dedica la primera parte, a poner en evidencia el entramado de significados que genera este deporte en la cultura popular. El documental de Vaca Bonsái Colectivo Audiovisual, dirigido por Agustín Sinibaldi, incluye como protagonista al Club Atlético Argentino. Fundado en el centenario de la patria, su objetivo fue extender la posibilidad a los jóvenes que no podían dedicarse de forma exclusiva a esta actividad. Por eso el comienzo de la película acompaña la llegada de un jugador al entrenamiento ya empezado, y que se realiza por la noche, mostrando que la misma situación sigue vigente y es fundamental. No solo compartiremos las instancias institucionales, sino también viviremos de cerca lo que es ser hincha de “Argentino”. Es refrescante ver las costumbres y rituales de una tarde de fútbol –sobre todo en estas épocas en las que el confinamiento nos quita la posibilidad de tales acontecimientos-, inmutables en entusiasmo a pesar de la división, torneo, liga o importancia del partido que se dispute. Esta descripción que se disfruta en su representación abre paso a las entrevistas frontales de los distintos participantes. Sin embargo, en el hecho informativo pierde ese acercamiento conseguido en principio y no logra más que un interés superficial. Luego de adentrarnos en lo que, junto con la birome, el colectivo y el dulce de leche debería ser el gran orgullo argentino, encauza su desarrollo en revelar el resultado del invento en cuestión. Aunque no pudo establecerse como tal en el imaginario colectivo nacional, aunque sí consiguió desarrollarse como una actividad industrial clave para esta ciudad. Es entonces cuando Sinibaldi vuelve a la descripción cercana para mostrar la fabricación artesanal de distintos tipos de pelotas, que se lleva a cabo en varias fábricas locales. Su producción continúa desde aquel entonces, pero con mucho esfuerzo, ya que no pueden competir con las importaciones seriadas que llegan en contenedores gracias a las políticas neoliberales implantadas en detrimento de la Industria nacional. Esto le ofrece al documental un valor más allá del dato histórico: le brinda un interés político que pone en evidencia la problemática que afecta a las economías locales de nuestro país. Pero aún más interesante es el desarrollo final, en donde conocemos a las verdaderas hacedoras del “fútbol” (como le llaman a su trabajo) y las más grandes perdedoras en este negocio multimillonario injusto y desproporcionado. La Superball visibiliza lo que la pelota esconde: los hilos internos que son cocidos por mano de obra precarizada. Este es el verdadero valor de la película, en donde cuadra lo anecdótico del pasado con lo urgente del presente.
Para disfrutar sólo hay bajar la guardia, de esta forma nada puede salir mal. Estamos ante una combinación perfecta de buddy movie y road movie que tiene todo lo necesario para hacernos felices. Un clásico instantáneo, potenciado por el desempeño dos grandes actores que se oponen con enorme sutileza, evitando por completo los clichés o el sentimentalismo. Aunque puede ser rechazada por caer en los lugares comunes que le brinda el género y que la tornan previsible en sus maniobras, tanto como por ser un tanto retrógrada y liviana en ciertos tratamientos, la realidad es que si nos dejamos llevar por la comedia y sus personajes, es muy probable que gocemos de esta aventura sin miramientos. Una gran virtud de su director Peter Farrelly es saber hacer funcionar sus películas. Antes lo hacía en base a lo disparatado y políticamente incorrecto, poniendo como protagonistas a personas con dificultades de distinto tipo y que nunca habían sido expuestas en sus falencias, rondando lo que podríamos denominar mal gusto. Con repasar los títulos de sus obras basta para evidenciar esto. Pero el binomio compuesto por él y su hermano Bobby, quienes revolucionaron la comedia a mediados de los 90, fueron quedando un tanto demodé hasta su ocaso, al menos transitorio, con Los tres chiflados (2012), o peor, con una continuación veinte años después de Tonto y Retonto (2004) que trae al presente la cuestión de por qué a muchos no le gustaba esta gran comedia que amamos en su momento: un poco de vergüenza ajena y otro poco más de vergüenza ajena. Pero ahora, y en solitario, da un vuelco en su insistencia con el slapstick y lo hace invocando extrañamente las buenas intenciones. Así formula el alegato racial que Hollywood gusta de tener siempre entre las ternas de sus galardones, con el plus de estar basado en una historia real. De esta forma logra el reconocimiento postergado que quizás ya merecía. ¿Qué es lo que hace? Usa toda la potencialidad de la puesta en escena para lograr su objetivo, que es conseguir que el espectador quede hipnotizado en sus redes narrativas. Con un montaje veloz, los planos son por lo general cercanos, de corta duración, y se alternan con sus contra-planos, para destacar de esta forma solo ciertos gestos de los actores, su interacción y reacciones. Por otro lado, las elipsis resumen los hechos sin ejercer instancias narrativas innecesarias, pero también, con cortes abruptos, encauzan la comedia. Así configura una historia de ruta y crecimiento entre dos personajes disímiles, claro está, que como bien lo adelanta el título elegido para su comercialización en nuestro país van a terminar enlazados en una amistad sin fronteras y mimetizándose en ciertos aspectos. La preferencia del director por filmar road movies aquí continúa, solo que cambia la camioneta-perro rumbo a Áspen por un Cadillac brillante que se internará en el sur profundo de los Estados Unidos. Al contrario de lo que se suele esperar, el conductor es de piel blanca y lleva en el asiento de atrás a uno de piel morena (como Conduciendo a Miss Daisy pero a la inversa). Estamos hablando de Don “Doc” Shirley (Mahershala Ali), un reconocido pianista y compositor de jazz con influencias clásicas, y de su piloto Anthony Vallelonga, alias Tony Lip (Viggo Mortensen). La considerable brecha cultural entre ellos es lo que aportará el elemento de comedia. En la presentación vemos a un Viggo Mortensen gigante (en ambos sentidos) con irresistibles modismos italianos. La personalidad terrenal que le fue configurada, en conjunto con sus movimiento de manos y gestos, hacen de su actuación algo memorable. Trabaja como maitre/matón en el Copacabana, un bar con todo el Swing que la New York de los 60 puede dar. Un embustero, comprador, que fuma y come sin parar, pero que sabe dónde meter y dónde no sus narices. Vive en una pequeña casa, donde apreciamos mediante un rápido paneo que comparte el mismo dormitorio con su esposa Dolores (Linda Cardellini, que lamentablemente queda bastante relegada en su papel) y sus dos hijos, mientras que el living se ve ocupado por familiares que asiduamente los visitan. El racismo contra “los berenjena”, como llaman los italianos a las personas de piel oscura, se demuestra de forma exagerada cuando él mismo tira a la basura dos vasos usados por unos trabajadores negros. De forma temporal necesita un trabajo y ahí es cuando el músico entra en su vida. Entonces, no solo va a tener que servir en cierta forma a “un berenjena”, sino que este en particular se diferencia abismalmente de sus coterráneos y de él, por supuesto. La entrevista laboral lo presenta a Shirley sentado en una especie de trono en lo alto, evidenciando sus raíces africanas, con túnica de ribetes dorados y dientes de marfil por doquier, con título de doctor y una erudición destacable. La disparidad realza, sin duda, esta buddy movie. Lo que hace que la película sea tan convincente es la química que surge de la pareja central de actores y los contrastes entre ambos. Pero aparentemente la intención está puesta en mostrar la existencia del Green Book, objeto vergonzoso para el pasado de los Estados Unidos. Se trata de una guía de viaje para que la gente de color, que en los 60 ya tiene algunas algunas batallas ganadas en el norte, pueda hacer turismo por su país en todas sus dimensiones y encuentre lugares donde se sienta a gusto. En realidad sirve para evitar problemas como los de Shirley, no solo en cuestiones de hospedaje sino también en sus propios conciertos, donde por el lado artístico lo idolatran pero también lo denigran por su color de piel. El mismo Tony Lip, aun viviendo en Nueva York y siendo italoamericano, es el representante exacto de lo que le sucede a su compañero de ruta en las giras, apreciando la música de quienes él mismo discrimina (quizás más por la inercia de seguir los conceptos de sus familiares masculinos que por motus propio). “Esta es tu gente”, le dice refiriéndose a Aretha Franklin, Chubby Checker y Little Richard cuando suenan en la radio, perplejo porque su compañero de ruta no los conoce y a él le encantan. Así se desarrolla la relación entre ellos, donde ambos tendrán que recorrer su propio camino de aprendizaje. Tony no es el ignorante racista que llega mágicamente a la iluminación ni Shirley es la intrincada persona de color que encuentra su sentido del humor, sino que la relación va ser un crecimiento mutuo, desarraigando conceptos más profundos, poniendo a prueba la capacidad de ambos por enfrentar los obstáculos que la ruta les propone, demostrando ante todo lo difícil que es superar los prejuicios de los otros. Es cierto que a pesar del título y las intenciones, el Green Book en sí queda un tanto relegado. El guión -escrito conjuntamente por Farrelly, el actor y productor Brian Hayes Currie y el hijo de Tony Lip, Nick Vallelonga- da la sensación de confinar al asiento trasero la cuestión del segregacionismo imperante en los Estados Unidos, a favor de mostrar un paisaje nostálgico de la historia de este país, y en el peor de los casos, el racismo visto a través de la gente blanca que llevó a cabo el proyecto. La redención navideña (elemento infaltable para este neoclásico: el arbolito de Navidad estilo Frank Capra) termina dejando la sensación extraña que le da el visto bueno a uno mientras que expone al otro, es decir, cambia de asiento los roles, redimiendo más a quien en principio era discriminador que al discriminado. La película está siendo estrenada en el 2019. Es decir, ciertas temáticas las aborda de una forma tangencial que parece de los 60. Por ejemplo, en un momento utiliza la sexualidad de Shirley victimizándolo, solo como una gran oportunidad para que Tony se convierta en héroe. Por otro lado, todo lo que brinda al alegato contra el racismo lo relega en la figura de la mujer que parece no salir nunca de la cocina. Por eso, como dije al inicio: mejor dejarse llevar y disfrutar por entero la comedia.
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Presentado en la Competencia Argentina del [20] BAFICI, Mochila de plomo es el segundo largometraje de Darío Mascambroni, quien en 2016 ganó con Primero Enero y ahora se perfila para volver a llevarse el galardón. Aquí, el ritmo constante y las situaciones de tensión del film van reforzando la personalidad y las decisiones de su pequeño-gran protagonista. Una película que, como la anterior, cuenta con actores no profesionales, pero gracias a una excelente puesta en escena esto no se nota. Por el contrario, se naturalizan las acciones, lo cual otorga un impacto realista mayor, sin elementos forzados o desprolijos. Tomás (Facundo Underwood) es un niño lleno de ausencias e incógnitas, cuya ingenuidad pre-adolescente le genera una gran desventaja. Su crecimiento deberá ser abrupto a riesgo de perder la inocencia para siempre. Es hijo único, su padre fue asesinado y su madre no le presta atención. Sin sostén familiar ni escolar, con la incertidumbreque lo abruma de no saber quién era su padre, ni qué hacía para vivir, ni por qué lo mataron. En la búsqueda de respuestas, lo acompañará durante toda la película una pesada mochila: su amigo Pichín (Gerardo Pascual) va a su casa luego de un partido de fútbol y saca de la botinera un arma que pertenece a su hermano.Tomás se sorprende, apenas se anima a tocarla. La esconde debajo de la cama y no puede conciliar el sueño con esa presencia, o mejor dicho, con el objetivo previsto que le representa. Al otro día la guarda en la mochila, como una compañera que lo asusta pero también lo estimula de forma peligrosa. Es tal el peso simbólico de la mochila en relación con lo que esconde, que el espectador termina sintiendo que él mismo es quien la carga. A medida que transcurren los hechos, el relato expone el entorno del protagonista de forma muy precisa, dosificando la información pero sin dislates, resolviendo las incógnitas que inteligentemente se plantean. En la profunda soledad y la falta de atención que padece Tomás, Pichín (que no es el Polín de Favio, si bien se asemeja en picardía) parece ser su único aliado. Pero Pichín también es un niño, rodeado de un contexto quizá más complicado que el de su compinche, en un barrio de Villa María (Córdoba) que podríamos vincular a un paisaje del Conurbano en los 90 (partidos de fútbol, juntadas en la esquina, paseos en bicicleta).La narración hace foco en el (auto)aprendizaje que Tomás debe llevar a cabo, verificando por sí mismo una realidad frente a la cual, inevitablemente, hay que actuar. La fortaleza para enfrentar las situaciones se mide por su propio impulso, por la personalidad que deberá forjar de golpe y porrazo, antes de repetir los traspiés de los adultos cercanos. Cada escena habla del instinto infantil que lo hará cometer y a la vez evidenciar los errores de los mayores, para mitigar su temprana angustia. Desde el aspecto narrativo-formal, la película va llevando al espectador por el suspenso hasta su punto culminante, donde las lágrimas empiezan a deslizarse sin reparos. Mochila de plomo es una obra contundente, que habla de la importancia de la infancia, del apoyo necesario tanto de la familia como de las instituciones, de la verdad que siempre debe ser contada para que los niños no dependan de su sola conciencia, mucho menos en el momento en que la están desarrollando. Podrá parecer lo mismo, pero tener la 9 en la espalda no es igual que llevar la 11.
Julia (Umbra Colombo) y su hija Emma (Victoria Sabina Castelo) llegan a las sierras cordobesas en invierno, meses después de la muerte del padre de la niña. Desde el principio se palpita una relación distante entre ellas. No por displicencia de la menor, quien está entrando en la adolescencia, sino por la apatía constante de la madre. Ambas deben acomodarse en su nueva realidad; se nota que no saben estar a solas. Pronto aparece Gaspar (Pablo Limarzi), colega de Julia, quien asume con el tiempo el don de la maternidad del cual ella carece. Están allí para vender la casa de veraneo que en su tiempo de desuso fue vandalizada. Julia quiere desprenderse de la propiedad, Emma conservarla, pero con su corta edad su opinión no tendrá valor. En el transcurso de la historia las cosas se darán de forma diferente, aunque no porque Julia cambie su actitud y escuche a su hija o se haga cargo del rol de madre del que se desentiende desde el principio. La película posee una postura clara en lo que intenta mostrar y no va a caer en ningún facilismo o entramado de guión que cambie de forma mágica esta situación, sino que hasta su desenlace va a mantener el planteo inicial. Estamos ante una historia que no tiene, salvo en su devenir, algo concreto para contar, pero sí mucho por poner a prueba. En la nueva obra de Inés María Barrionuevo, directora de la notable Atlantis, nada resulta forzado sino que todo se va dando de forma natural, poniendo en evidencia que ser madre no es una categoría única e irreemplazable como nos hicieron creer a través del mandato social imperante. Julia y el Zorro habla en presente, ya que del pasado poco sabremos, y no intenta construir un futuro sino vislumbrar cómo se puede continuar ante la necesidad de construirse de nuevo. A la vez, su premisa gira en torno a la deconstrucción de la maternidad en cuanto institución. Hay ciertas pistas en las que deducimos cómo Julia forjó su personalidad: ella habla de su niñez, cuenta que mantenía relaciones afectivas con objetos o plantas más que con seres humanos, alude a lo estricto de sus propios padres. Así compuso una visión de las cosas ascética, carente de política, inmersa más en la frivolidad y en su carrera como bailarina y actriz que en generar vínculos reales con los que la rodean. Se la muestra viviendo el momento a través de la espontaneidad de sus actos. Hay momentos destacados en los que baila y actúa (donde Umbra Colombo brilla), y ahí es cuando emerge un ser pasional, demostrando que sus sentimientos los expone solo a través de su profesión. Con esto Barrionuevo hace hincapié en la necesidad de comprender la postura de Julia, que no es una villana -aunque por momentos parece comportarse como tal- sino una mujer que, como repite varias veces, ya no es joven y quiere vivir otra vida diferente de aquella a la que parece tener que estar obligada por ser madre. ¿Cómo crear lazos donde estos no existen? Acá la gran lección de El Principito no tiene validez: por más zorro que se le aparezca, Julia no quiere ni querrá domesticar a nadie, aunque en algún momento parece tentarse alimentando al animal. Es como si el espíritu de su esposo le indicara que tiene que seguir las reglas que impone la sociedad, como probablemente él haya hecho en vida. Ella siempre va a evadirse, ligada al hastío existencial más que a las relaciones humanas. Con planos siempre a corta distancia (por lo general medios) y movimientos sigilosos, la puesta en escena hace énfasis en la intimidad de los personajes desde sus gestos e impulsos. La fotografía a cargo de Ezequiel Salinas genera el clima con tonos verdes, ocres, también virado al azul por momentos, creando un ambiente enrarecido, nebuloso, que compone la sensación introspectiva y distante que la acción demanda. Da satisfacción adentrarse en una historia que se anima a mostrar una situación extraordinaria, inusual, con el fin de poner a prueba los modelos. Da placer que ello sea a través de tan bellas imágenes.
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Existen dos formas sustanciales de analizar Lucky: desde su intención cinematográfica/argumental y desde su certeza biográfica. Ambas son orgánicas entre sí, ya que podemos deducir que en este camino del héroe Lucky paulatinamente se convierte en Harry Dean Stanton. En principio, el personaje es una caracterización de ciertos hábitos del actor, logrando también transmitir a medida que transcurre la película parte de su carrera y de su personalidad, hasta que transciende del todo su performance para dejar una huella indeleble con la mirada final que vaticina una pronta despedida. La clave de esta evolución es el desarrollo de su pensamiento a través de la inquietud que se traslada desde el personaje hasta su ser, en el inevitable enfrentamiento con el fin de la existencia, cuando solo queda encontrar la iluminación para estar preparado, aún más para un ateo que carece de la promesa de un culto que lo reconforte y que debe encontrar su propio desahogo espiritual. Sin embargo, no es una película triste ni sensiblera sino todo lo contrario; es una historia que ahonda en la búsqueda de sentido de la vida, que emociona, pero con una sonrisa. Lucky es un ser nonagenario que resiste las vicisitudes del tiempo dentro de un estático desierto adornado por enormes cactus. Para esto ejecuta una rutina que parece ser la misma desde hace décadas, aunque sea opuesta a su supervivencia según las normas generales de salubridad: apenas sale el sol enciende un cigarrillo. Pese a su cuerpo endeble, donde la piel carece de cualquier tipo de tensión, se ejercita con repeticiones que incluyen girar sobre su propio eje con las manos estiradas, demostrando una vitalidad notable (tanto para el personaje como para el actor). Su dieta se basa en un vaso de leche con un fondo de café que saca de la heladera; en ella solo hay dos envases de cartón del mismo producto y el mismo vaso que vuelve llenar para el próximo día, como si esto fuera un aliciente de que la mañana siguiente lo encontrará de la misma forma. Un plano detalle hace énfasis en el display de la cafetera que tintinea en las 12:00 sin marcar hora, porque la medición del tiempo podría decantar su paso. Antes de salir a la calle, toma el sombrero de cowboy raído que deja su marca exacta en el almohadón de la silla donde reposa cuando no lo tiene puesto, demostrándose la cantidad de años que fue repetida esta rutina. Abre la puerta, generando un recorte en contraluz que enceguece estilo John Wayne (pero al revés) y que muestra a su figura atravesando ese místico umbral. En ese momento deja de sonar la ranchera mexicana que nos interpelaba acerca de la nostalgia y la fugacidad del tiempo y aparece en plano medio Lucky, antes retratado sólo de forma fragmentada, prendiendo otro cigarrillo con esa particularidad de quemar un poquito más la base. El tratamiento sonoro deja lo musical para hace notar la cantidad de vida que lo rodea entre insectos y pájaros. Luego, una armónica como música incidental, interpretada por el mismo Stanton y también leiv motiv de los paseos, lo acompaña a transitar el desierto por las áridas callejuelas que lo llevan a continuar su vida diaria. Los crucigramas, las pequeñas charlas con la misma gente, retornar al hogar a mirar programas de preguntas y respuestas y seguir con los crucigramas componen su vida diurna. La noche lo encuentra en el bar tomando un Bloody María (con tequila, demostrando una vez más su simpatía por el país vecino), donde al parecer ese apio es lo único sólido que podría llegar a consumir, aunque lo deja intacto. Repetir todos los días el mismo rito de alguna forma lo protege, como si esto lo volviese eterno, aunque el conjunto de instantes que es la existencia puede dejarlo afuera del juego en un segundo, por más dedicación que ponga en no cambiar sus quehaceres. Como es inevitable, ciertas premisas modifican su rigidez, y de esta forma va a concebir la posibilidad real de que su salud implacable no alcance para desafiar las leyes de la permanencia humana. Allí es cuando el juego filosófico se abre y lleva al personaje a desviarse de su vida regida por una rutina autoimpuesta, animándose primero a pensar para luego hablar y actuar en consecuencia. El catalizador del cambio será el desplome repentino que sufre al mirar hipnotizado aquel reloj tintineando, cuando cae al piso sin perder la conciencia sino todo lo contrario, entendiendo que se no se puede escapar del tiempo. Ese derrumbe corporal recuerda al de Travis en París Texas, así como sus largas caminatas por el desierto. El de Wim Wenders fue el primer protagónico de Stanton, el papel que lo llevó a la fama y cuyo silencio de la primera mitad plasmó toda una gestualidad que trasciende lo actoral. Esa actitud ante la cámara es una característica del actor que hace notar en su mirada la presencia de un mundo; incluso más en esta película, su segundo protagónico en una ficción, donde dicho mundo es el propio. Porque Lucky no es solo una película que habla de la vejez, del temor a la muerte, del existencialismo, sino que es una oda a su protagonista Harry Dean Stanton, personificando sus últimos días de vida desde la profundidad de su ser actor. Es imposible no cruzar la información con el documental de Sophie Huber dedicado a Danton, Partly Fiction (2012), con el que comparte más de un concepto. El documental hace énfasis en ese terreno que él nunca llegó a desarrollar que es la música, allí interpreta muchas canciones desde su voz o con la armónica, con una coda emocionante donde canta un tema irlandés que probablemente tenga que ver con lo que su madre le cantaba a él, porque esto es lo único que podemos deducir de su infancia además de que es oriundo de Kentucky, información que comparte con el personaje de esta ficción. En Partly Fiction se comunica a través de la música, en Lucky a través de la actuación. En ambas reconocemos aquella foto que lo muestra con uniforme cuando combatió desde la cocina en la Segunda Guerra Mundial, o pequeñas referencias como su calidad de fumador y bebedor. Que nunca se casó, que ya no tiene familia, que es un ser silencioso. Hasta hace oídos sordos a la misma frase: “La amistad es esencial para el alma”. En el documental fuerza a que se la repitan varias veces como si no la escuchase, en la ficción asegura que el alma no existe, casi como si los guionistas se hubieran basado en estas particularidades para trazar la historia, aunque sabemos que Logan Sparks, quien escribió junto a Drago Sumonja el guión, fue asistente del mismo Stanton y por lo tanto tuvo un acercamiento esencial para desarrollar al personaje. Por el lado de la dirección, John Carroll Lynch realiza una película que se basa en conversaciones, pero que hace destellar en la mirada de Stanton una profundidad que va más allá de los diálogos. Paradójicamente es un actor conocido por sus roles secundarios y que vivió de cerca a varios maestros (los Cohen, Eastwood, Scorsese), y hasta se dio el lujo no solo de dirigir a su amigo personal David Lynch sino también de crear un momento lyncheano: justo en la mitad de la película y en la instancia de transformación más culminante del personaje, el misterio atraviesa la pantalla mediante una pesadilla áurica donde aquel se zambulle, como un animarse a transitar lo desconocido, aunque luego Lucky se despierte de madrugada y vuelva a acomodar sus pertenencias desparramadas para que el próximo día lo encuentre de la misma manera que siempre, amén de que nada volverá a ser lo mismo. Cuando se vuelve a acostar, el director lo toma desde un ángulo contrapicado elevándose en diagonal, cercano a Dios podría decirse, dejándolo en posición fetal, aunque lo cierto es que no hay Dios para Lucky. Ello nos da a suponer que estamos ante una marca enunciativa del propio J.C. Lynch, quien redime a su personaje con una mirada católica. La información que tenemos de la vida de Lucky, más allá de su participación en la guerra, es totalmente escueta. No sabemos su nombre real ni qué hizo. Así podemos pensar en un personaje que, desde una estadía en este mundo que se presenta trivial, se va desenvolviendo en los conceptos existenciales de gran profundidad del verdadero Stanton. No solo comparten personaje y persona los mismos datos, sino que los guionistas dieron lugar a esta exaltación para que ante la inminencia de su deceso podamos llegar a comprender no solamente su vejez sino también su forma de vivir y ver las cosas. Como un epílogo de su carrera, Lucky viene a reforzar aquel rol que Wim Wenders le propuso. Una gran despedida para Stanton, quien muere antes de estrenada la película en Estados Unidos en septiembre de 2017. Más allá de este contratiempo podemos decir que fue alguien con suerte, recibiendo a los 90 años el papel de su vida. Un verdadero beligerante del tiempo, convertido en protagonista certero y en persona(je) inolvidable.
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Los documentales que hacen énfasis en el pasado reciente y abarcan los atroces sucesos acontecidos en la última dictadura militar son necesarios, aun si su realización es precaria o de poca consistencia cinematográfica. Las ficciones pueden presentar aún mayores dificultades a la hora de exponer la propuesta elegida, aunque cuando se trata de evidenciar los daños irremediables, es decir, de trazar posibles aristas para acercarse a los hechos y sus consecuencias desde la representación, su resultado final no interesa tanto como la intención de manifestar una aproximación a la realidad. Es el caso de la recién estrenada Deja la luz prendida de Alfredo Salinas, que a pesar de su desacierto técnico consigue retratar los miedos, angustias y pesadillas de los hijos de desaparecidos adoptados ilegalmente, sobre todo cuando los mismos integrantes de la fuerzas armadas fueron los apropiadores, con un mensaje contundente y concreto. Sin embargo, en este documental estamos ante un registro que, además de poseer el planeamiento necesario con la utilización de diferentes elementos y recursos que refuerzan su desarrollo, se destaca por poner en evidencia rasgos que desenmascaran varias facetas de esta problemática, vigorizando a la vez nociones que otros cineastas rescataron previamente: la búsqueda incesante de respuestas certeras como en el caso de M (2007), la representación del dolor a través de la subjetividad como en Los rubios (2003), el énfasis en las causas que provocaron la ausencia como en Papá Iván (2004), la posibilidad de justicia a través de un tribunal como en El Nüremberg argentino (2004), o bien la necesidad de asentar los hechos y conmemorar a los individuos como en Calles de la memoria (2012), entre otras. Disculpas por la demora atraviesa estas nociones y genera así un diálogo con las antes mencionadas, convirtiéndose a la vez en una pieza de importancia para la historia (del cine) nacional, además de estrenarse en un presente político inestable a la hora de hablar sobre los Derechos Humanos. El enfoque está puesto en Mariano Slutzky y su búsqueda tanto de justicia legal como afectiva. Por un lado tiene respuestas concretas, basadas en recuerdos que son expuestos vívidamente con su testimonio sobre el secuestro y la detención de su padre Samuel Leonardo Slutzky, Sami, en el juicio por los delitos de lesa humanidad ocurridos en el centro clandestino de detención “La cacha”. Por otro lado, el dolor permanente que lo lleva a indagar por qué su hermana y él tuvieron que padecer el abandono de la familia Slutzky, por qué en vez de continuar su infancia feliz al lado de su padre tuvieron que exiliarse a Holanda como refugiados luego de ocurridos los hechos, quedando ausentes del soporte familiar que necesitaban. Algunas notables coincidencias hicieron que, a pesar de desconocer su existencia, Shlomo Slutzky encontrara mediante las redes sociales a Mariano Slutzky: el apellido, el hecho de ser argentinos exiliados, ambos periodistas de profesión e investigadores del Terrorismo de Estado en Argentina; Shlomo desde Israel, Mariano desde Holanda. Con el encuentro de ambos en pleno centro de Ámsterdam comienza este documental que pronto revela que el padre de Shlomo era primo hermano de Sami, desaparecido en 1977 por las Fuerzas Armadas. Si bien Shlomo no conocía la historia de los hermanos refugiados en Holanda, ocultada durante décadas por la familia Slutzky, desde un primer momento va intentar confraternizar con Mariano, aunque este lo condena con un desgarrador: “llegaste tarde”. La demora es sin dudas uno de los ejes principales de la película, que abre tres hilos conductores sobre los que se apoya la narración, donde es inevitable preguntarse: ¿Cómo pasó tanto tiempo para que Mariano pudiese declarar legalmente sobre los hechos acontecidos cuando secuestraron a su padre? ¿Por que durante años la familia Slutzky miró hacia un costado y no se hizo cargo de sus culpas y temores? Por último, ¿cómo un represor buscado por Interpol pudo estar tanto tiempo en Israel realizando una vida normal sin ser descubierto y extraditado? Esto último supone el corolario del documental, que esgrime estas tres temáticas y aborda la demora como síntoma de la negación a través de la voz y la línea investigativa de Shlomo. De allí su título, que además reafirma la deuda que el Estado y la sociedad tiene con muchas familias destruidas por la última dictadura cívico militar. La profesión de periodista de Mariano atraviesa su modo de actuar. Él mismo alecciona a su entrevistador Shlomo acerca de lo concretas que deben hacerse las preguntas, burlándose así mismo de su ser holandés, así como sus hijas lo hacen de su ser argentino. Su determinación y racionalidad es inobjetable, como sus preguntas y acusaciones son claras. Pero se permite dudar, por ejemplo, sobre aquello que movilizó a su padre poniendo en peligro sus propias vidas. Sin embargo, por momentos su rigidez cae a pedazos, como cuando visita el centro de detención donde Sami fue visto por última vez o el Parque de la Memoria, con aquel avión atravesando en primer plano la imagen y el escalofrío que siempre corre al pensar en los vuelos de la muerte. Mariano no es de aquí ni es de allá, y esa dicotomía es un punto fuerte del documental. El exilio en su pre-adolescencia, el abandono de su familia paterna por miedo, el ocultamiento del que es parte por una condición que es ajena a sus actos. Una sensación que escapa al contexto político que por lo general le adjudican, ya que habla del ser abandonado como una analogía en pequeña escala del desentendimiento general sobre los secuestros y desapariciones de aquella época funesta. “Dejen de llamar, nos ponen en peligro” en el pasado o “entraba en las generales de la ley de ese período” en el presente son frases que escuchamos en el documental, pero que también conocemos diariamente por quienes aún siguen negando la historia. Las entrevistas que realizan alternativamente Shlomo y Mariano tienen un valor diferenciado, aunque en su totalidad son contundentes. Por un lado los relatos plagados de evasivas de la familia Slutzky, por otro las crónicas de los militantes, compañeros y allegados que verifican que lo acontecido fue de una crueldad sin límites y totalmente en vano. Pero hay referencias que son categóricas, como una de las únicas fotos donde aparece Sami en un álbum familiar: en el compromiso de los padres de Sholmo (esas viejas postales donde los abuelos nos mostraban a nuestros padres jóvenes entre una multitud de primos), aparece su cuerpo cortado por la mitad. Si uno estuviera ante una ficción, podrían pensarse varias teorías acerca de lo que el director pretendió mostrar. Pero ante la realidad las posibilidades son muchas. Puede significar, predestinar o evidenciar, pero en definitiva, no deja de ser un trozo de vida registrado. Este y otros detalles van hilvanando el relato, porque los hallazgos completan una historia que los Slutzky parecen haber querido recortar. Las violencia ejercida por los representantes de la última dictadura militar generó miles de historias que deben ser narradas y allí el cine es el medio ideal. Pasados ya más de cuarenta años de comenzada la persecución que además de desaparecer personas, con todo el peso de esta palabra, destrozó familias enteras (y puso en evidencia otras), sigue y seguirá habiendo heridas sin cerrarse, sobretodo hechos sin contar o que no podrán ser contados. El juicio, el encuentro con su primo segundo y la placa conmemorativa fueron hechos tardíos para Mariano, sin embargo el momento del estreno cinematográfico de su historia es exacto, ya que en la actualidad se vuelve indispensable plasmar lo ocurrido. Nunca es tarde para que haya justicia, para rearmar una familia con las generaciones futuras, para hacer memoria.