Podríamos ser piadosos con este documental si pasamos por alto lo mal filmado y editado que está en el estricto sentido cinematográfico. Pero una vez tolerada la mediocridad estética del mismo, debemos caer en el sinfín de manipulaciones y testimonios lamentables que el realizador acumula para corroborar lo que el piensa.
En esencia la película es una defensa sin matices de la toma de terrenos y las usurpaciones. A esto le suma la idea infantil de que el campo puede volver a ser el que era varios siglos atrás. Es insólito que alguien que estudia un tema termine haciendo una película tan básica, torpe y aterrada de poder mostrar algún matiz de complejidad o contradicción.
Algunas perlas es cuando alguien menciona a un abogado con corbata como sinónimo del mal o un abogado que dice que las personas son como los animales, en teoría apoyando la teoría de que pueden por eso ocupar las tierras. Tiene la música y las canciones de un cine abandonado y olvidado en todo el planeta desde hace más de cuatro décadas.
Un nivel de negación de la realidad mundial y una malintencionada denuncia contra los sistemas que han sacado a más gente de la pobreza en toda la historia de la humanidad. Un cine de barraca que no le sirve a nadie porque como ya sabemos, el mal cine es mala política. Después mezcla temas de manera torpe y forzada, lo que por momentos da pena, ya que seguramente hay causas nobles perdidas en este cambalache.
Volviendo al comienzo, si las ideas del film fueran correctas -no logra demostrarlo- y el director tuviera un poquito de coraje y un mínimo de inteligencia para darle complejidad a su tema, no podríamos igualmente dejar de notar lo más filmada que está. Con el apoyo del INCAA en medio de un cine argentino destruido y silenciado. Como broche de oro la película tiene la arrogancia de sumar imágenes de Raymundo Gleyzer, un cineasta con más talento y valentía que este documental irrelevante y mal filmado.