Enlatados históricos
Podría arrancar la reseña de esta película citando inmediatamente alguna cuestión referida a la culpa alemana y la banalidad del mal, conceptos sobre los cuales indagó no sólo Hannah Arendt, sino también otros pensadores como Karl Jaspers. Pero sería injusto porque la película que nos ocupa sencillamente no está a la altura y reflexionar sobre esos elementos contextuales no es, desafortunadamente, un elemento central de Laberinto de mentiras. Más bien, la intención es exponer desde un planteo esquemático que va desde un guión chato con personajes previsibles hasta lineamientos estéticos confusos (esos planos aplomo o el inexplicable zoom out), remarcando una idea que no se sale de la pereza con la que están concebidos los protagonistas que pueblan este drama histórico con pretensiones biográficas. No hay espacio para la reflexión o la problematización, se trata simplemente de una exposición didáctica de poco más de dos horas.
Nos situamos en 1958, Alemania Federal, posguerra, el mundo cambiando, la Guerra Fría, bueno; el caso es que nuestro protagonista es un joven fiscal en ascenso ocupado de cuestiones de tránsito llamado Johann Radmann (interpretado por Alexander Fehling), brillante en su tarea pero interesado en lograr casos más “serios”. La oportunidad se comienza a gestar cuando el periodista Thomas Gnielka, encarnado por André Szymanski, se presenta en la fiscalía con acusaciones hacia un profesor que ejerce habiendo estado “destinado” en el campo de concentración de Auschwitz, añadiendo además que hay varios casos como ese. Negándose en primera instancia, Radmann se irá compenetrando con el tema y finalmente tendrá el visto bueno de Fritz Bauer (Gert Voss), el fiscal general, para asumir las investigaciones al respecto. Horrorizado tras indagar en numerosos testimonios, se obsesionará en particular con la figura de Joseph Mengele, quien en ese momento resulta prácticamente intocable por encontrarse fuera del país (es harto conocida la historia sobre en qué país se encontraba, el nombre les resultará familiar) y protegido por la burocracia estatal.
Pero en el proceso se encontrará que figuras aparentemente inofensivas que continuaron su vida normalmente, son también criminales de guerra. El asunto lo terminará tocando de cerca, llevándolo a una crisis reflexiva que es trasladada a la pantalla de una forma bastante grosera y superficial pero, conociendo como se presentaba el tema hasta ese momento de la película, la cuestión era previsible. De hecho, toda la síntesis de la culpa alemana puede verse en una secuencia del heroico fiscal desquiciado, acusando borracho a todo el mundo de haber sido parte del nazismo, con la solemnidad dramática del acompañamiento musical. No hay espacio para la sutileza o la problematización de lo que ocurre en ningún segmento, lo que hace que resulte más denso o largo de lo que realmente es. De las actuaciones sólo podemos decir que el inverosímil en pantalla en algunas secuencias tiene mucho que ver con el inverosímil que ya de por sí proviene del guión: los actores hacen lo que pueden. Sí se puede rescatar una secuencia intensa en la que Simon Kirsch (Johannes Krisch) recuerda el momento en que “entregó” a sus dos hijas mellizas en Auschwitz.
Poco más que agregar sobre este film mediocre que aporta poco al cine industrial que se viene realizando sobre el nazismo desde Alemania. Si bien no tiene una base documentada ni pretende ser biográfico, este año Ave Fénix, de Christian Petzold, ha resultado mucho más interesante y plantea lo mismo sin un esbozo tan básico y con búsquedas estéticas mucho más cautivantes.