Ese desafío de reconstruir el pasado
Tomando libremente una historia real, la película aborda los juicios realizados en Frankfurt por las atrocidades de Auschwitz. El resultado es un film de raigambre clásica ideológicamente correctísimo, formalmente llano y modestamente entretenido.
En una entrevista reciente de Página/12, el cineasta camboyano Rithy Panh afirmaba que películas como La lista de Schindler o Los gritos del silencio cumplían una función importante, más allá de sus virtudes o de méritos artísticos: poner de manifiesto ciertas problemáticas del presente o del pasado, en particular para las generaciones más jóvenes. Algo similar podría decirse acerca de Laberinto de mentiras, gestada y desarrollada alrededor de su temática: el relato transcurre entre 1958 y 1962, cuando los juicios llevados a cabo en la ciudad de Frankfurt sobre las atrocidades de los campos de exterminio de Auschwitz comenzaban a tomar forma. La importancia de ese “texto” –ideológico, histórico, social– recubre la película de principio a fin, reafirmando la famosa máxima: el medio es el mensaje. Y el mensaje no es otro que la peligrosa tendencia de las sociedades a olvidar rápidamente toda clase de barbaridades. Domesticándolas, naturalizándolas. En su ópera prima, candidata germana para competir por los Oscar, el actor devenido realizador Giulio Ricciarelli –nativo de Milán, pero activo en Alemania desde hace muchos años– dispone los elementos narrativos de manera tal de que todas y cada una de las piezas actúen para apuntalar esa idea central.El resultado es un film de raigambre clásica ideológicamente correctísimo, formalmente llano y modestamente entretenido. Ya durante los primeros minutos Johann Radmann, el fiscal interpretado por Alexander Fehling, es pintado de cuerpo y alma como un joven apegado a las leyes, incorruptible e idealista. Que una escena temprana presente a su vez, matando dos pájaros de un tiro, al futuro interés amoroso del protagonista –previo reencuentro azaroso, de esos que hacen suspirar y pensar en la metáfora del mundo como un pañuelo–, es apenas uno de los mecanismos que el cine clásico supo explotar de mil y una formas. Y si bien la historia de Laberinto de mentiras se basa libremente en acontecimientos reales, Johann es pura invención de los guionistas, tal vez porque la manufactura de una criatura de ficción permite mezclar los condimentos de manera mucho más libre que adaptar al formato cinematográfico los complejos vericuetos de un personaje real.El fiscal Fritz Bauer, principal responsable histórico de llevar a juicio a unos veinte ex S.S., aparece aquí como figura clave pero secundaria y su construcción en pantalla encarna simbólicamente a la paciencia, la sabiduría y la perspicacia, apoyo moral y legal del algo intempestivo Johann. Dos generaciones: la de aquellos que vivieron y decidieron olvidar o, por el contrario (como Bauer), esperar el momento oportuno para de-senterrar los horrores del pasado; la de aquellos que eran demasiado jóvenes para discernir y que, más tarde, desconocían casi por completo lo acontecido unos veinte años antes. Ese concepto es presentado de manera tal que el espectador no puede sino rascarse la cabeza y preguntarse cómo era posible que una buena parte de la sociedad alemana desconociera o se mintiera a sí misma respecto del pasado reciente de su país.Paradójicamente, ése es uno de los principales problemas de fondo del film, que con su detallista reconstrucción de época, su énfasis en la cruzada personal del protagonista y la conversión de propios y ajenos a la causa obtura en gran medida la posibilidad de la universalidad y atemporalidad del tema. Difícil no ver a Johann no tanto como un ser humano en una encrucijada histórica,sino como un simple peón del guión, el cartero que intenta llevar a destino el sobre con el mensaje. El resto es pura arquitectura narrativa, correcta y algo epidérmica: las pesadillas que ilustran el descubrimiento del horror en toda su dimensión, el recorrido romántico con todas las estaciones en su lugar (escena de sexo, disputa y reconciliación incluidas), la cualidad escurridiza de los viejos nazis como disparador del suspenso y el uso dictatorial del plano-contraplano.