Lectura, ternura y denuncia al nazismo
La historia de una niña que descubre el mundo de los libros y lo comparte con un joven judío escondido en su casa marca un movimiento pendular entre la vida hogareña y los días escolares, signados por la retórica del régimen.
Pensada en principio para un público infantil y adolescente, con alcance para todas las edades, Ladrona de libros pasa a ser una de las inusuales opciones que tienen los jóvenes espectadores que escapa, voluntariamente, a esa maquinaria fascista de superhéroes que se mueven en escenarios de una imparable violencia, subrayada por un demencial exceso de efectos especiales. Lejos de todo esto, y mirando hacia otro momento de la historia, el joven director Brian Percival, de reconocida labor en series televisivas como Downton Abbey, Mucho ruido y pocas nueces, entre otras, para productoras inglesas, logra con este film, desde un personaje muy particular, revisar cruciales momentos de los años del nazismo, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, desde diferentes ángulos, que reúnen a la lectura y a la escritura como expresiones fundacionales.
El film de Brian Percival ha despertado una crítica muy dispar. Y gran parte de esto proviene del hecho de que la novela homónima, publicada en el 2006, escrita por Markus Zusak, pasó a ser en numerosos países, un gran best seller. Su autor, nacido en Sidney en el 75, de padre austríaco y madre alemana, comenzó a escribir esta obra luego de haber dado a conocer otras, a partir de los relatos de su madre, quien de niña había sido testigo de los desmanes, atropellos y adoctrinamientos del régimen; aspectos que en el film están muy presentes, y que se irán inscribiendo en la memoria de nuestros jóvenes protagonistas, Liesel y Rudy.
Atento a los lineamientos del texto, preservando la voz narrante que es un hallazgo (lo que nos lleva a nosotros a toda una serie de interrogantes), Ladrona de libros no niega su formato de cine pensado desde la gran industria. De hecho, es la Fox quien tiene a su cargo su distribución internacional y la misma elección de John Williams, habitual compositor de Steven Spielberg, entre ellas la oscarizada partitura de La lista de Schindler, reafirma su carácter de un cine proyectado hacia un gran público, mayoritario. Pero cabe señalar aquí, y esto tal vez merece tenerse en cuenta, que el film apela a un gran intimismo, descubre espacios de reflexión, permite un entrecruzamiento de miradas, no transforma en espectáculo a las escenas bélicas. Por el contrario, se trabaja desde el recorte y la elipsis, se pone el acento en las miradas.
Hay diferentes ámbitos que iremos transitando, hay otros espacios que iremos descubriendo, que nos llevan a rememorar el mismo escondite de Ana Frank. Entre el mundo de arriba y el mundo de abajo de la modesta casa de los Hubermann, el reciente hogar de adopción de esta niña de más de nueve años, se irá construyendo una escalera de expectativas, de sueños, de temores, en torno a la escritura y a la lectura. Y desde la llegada de ese joven en medio de la noche, fugitiva sombra que se mueve en un ominoso territorio de amenazas, la conducta de Liesel formará parte de un pacto secreto.
El film de Brian Percival marca un movimiento pendular entre la vida doméstica hogareña y los días escolares, signados por la retórica del régimen. Otorga un considerable y descriptivo momento, en una secuencia aterradora, a ese día en que se celebra el cumpleaños de Hitler. Las banderas y los cánticos, los discursos encendidos alertando sobre los enemigos del pueblo y del partido, la quema de libros. Y será entonces, cuando Liesel, ya pasadas las horas, cuando la mayor parte de ellos han sido reducidos a cenizas, logra rescatar uno, el que al igual que aquel primer libro que había tenido en sus manos, será compartido. Todo este episodio, realizado de manera temerosa, es observado por una mujer de mediana edad. Y es que con este personaje la historia marcará otro giro.
Ante este hecho, Liesel recuperando ese libro, El hombre invisible, de H.G. Welles, evoqué de manera inmediata aquel pasaje del film del entrañable Francois Truffaut (el próximo 6 de febrero, de vivir, cumpliría 82 años), Farenheit 451, de mediados de los años 60, basado en la novela homónima de Ray Bradbury, libro publicado en el 57, como una gran lectura crítica del maccarthismo y en relación con los sistemas totalitarios. En un momento determinado en el que los bomberos son llamados para destruir una gran biblioteca, para incendiarla, para reducirla a polvo y ceniza, Montag, uno de ellos (Oskar Werner), toma para sí uno de los ejemplares, el David Copperfield de Charles Dickens. Y la clandestina lectura que hará en su artificial y controlada vivienda será denunciada por su sonámbula mujer, Linda, uno de los roles que cumple Julie Christie en este sublime film.
Es necesario volver a destacar la voz de ese narrador que, por momento, llega a electrizarnos. No revelaré quién es, no voy hacer explícito su nombre. Basta estar atento a sus palabras. E igualmente destacar las sensibles actuaciones de Geoffrey Rush, como ese padre adoptivo que puede escuchar, que guía y comparte la lectura, que sigue de cerca el aprendizaje de su hija; como asimismo, enfrentar la cercana muerte, la adversidad, apelando a la música, en una situación límite, lindante con el vacío y la nada. Y de la misma manera, esta madre que interpreta Emily Watson, tan severa por su dolor, tan cerrada a una imposible alegría, que lleva a pensarla en su personaje de Las cenizas de Angela de Alan Parker, del 99. Y estos niños, estos actores que interpretan a Liesel y Rudy. Como el joven Max, enfermo y oculto, descubriendo el mundo a través del relato de la joven protagonista. Sí de esta joven protagonista, Liesel, quien un día también se atrevió a entrar por una ventana de la casa de una aristocrática familia del oficialismo para tomar, en carácter de préstamo, de una gran biblioteca, un libro.
Luego de escribir sobre este film, me sorprende un gran deseo: no sólo verlo nuevamente, sino acercarme a la misma novela y redescubrir a sus personajes, estar atento a sus voces, sentirlos más cerca aún.