Bienvenidos a Nazilandia
Hay un grupo de películas en torno al Holocausto que utilizan la prolijidad y el academicismo estético para moderar, apaciguar el horror de lo innombrable, de lo insoportable. No persiguen, como dijera Daney, “una película justa” sino “una película bella”. Se regodean en cómodos encuadres, agradable música conducida por suaves violines y equilibrada puesta en escena. Algunas van más lejos y centran su mirada en niños, como para que todo sea más efectivo en cuanto a propósitos manipuladores. Esta adaptación del best seller de Markus Zusak no disimula jamás estas intenciones y se muestra así: fría, sin intensidad, sin nervio y superficial. Además, intenta comprarse a los espectadores con una espantosa voz en off (¡de la Muerte!) que desde el comienzo anticipa grandilocuencia e introduce una conexión forzada con los cuentos tradicionales.
Una vez preparado el terreno, comienza la historia. Una niña cuyos padres son comunistas es adoptada por un matrimonio de alemanes. La pequeña Liesel incorpora el aprendizaje nazi en medio de gritos teutones e imposiciones, y roba de vez en cuando libros clandestinamente. Es una vía de escape, al igual que las charlas que mantiene con un vecino de la misma edad (variante de alemán bueno). Además, entabla una relación afectiva con un judío recluido en el sótano de la casa que, cuando tiene la posibilidad concreta de escapar, se queda mirando las estrellas encantado (¡!), en una inverosímil escena que destila un tufillo de poesía de tercera mano.
Lejos de plantear dilemas morales sobre ciertas decisiones en ese contexto, el film de Percival se mantiene por carriles de una dramaturgia previsible y contribuye (como tantos otros casos) a la intrascendencia absoluta, a sumar otra historia ilustrada de nazis para niños donde la única forma de expresar repudio pasa por escuchar “Odio a Hitler” en boca de dos chicos en medio de un entorno bucólico. Esa es su apuesta máxima, perdida entre tanta corrección.
Ladrona de libros es el fiel testimonio de la carencia de ideas en que ha caído el cine industrial a la hora de abarcar el pasado con sus narraciones somnolientas. No escamotea su manierismo propio de estética publicitaria ni sus decorosos paneos de cámara, porque cuenta la historia desde arriba, desde un cómodo lugar de observación cuyo corolario quizás sea el Oscar en algún rubro. De este modo, se podría extrapolar al cine la justa afirmación de Walter Benjamin en Experiencia y pobreza (1933): “El arte de narrar se aproxima a su fin porque el aspecto épico de la verdad, es decir la sabiduría, se está extinguiendo”.