Cuando el brillo es pura cáscara
Provista de ¡cinco! nominaciones al Oscar (seguramente con alguna de ellas vuelta hoy premio), Lady Bird corrobora el momento penoso del cine norteamericano. Los Globos de Oro tampoco le fueron indiferentes (Mejor Actriz, Mejor Musical/Comedia), al igual que los Bafta, aun cuando aquí no le tocara ganar. Todo esto para dar cuenta de que la ópera prima de Greta Gerwig (si se exceptúa su co dirección en Noches y fines de semana, junto a Joe Swanberg) atraviesa un momento de reconocimiento que es, así como fulgurante, mera cáscara.
En otras palabras, por si alguien anda distraído, el premio Oscar a estas alturas es un galardón sobrevalorado, vuelto franquicia todavía redituable, finalmente encaramado sobre los estertores del mismo medio que legitimaba. Con todas las salvedades de otros años y otras épocas, el Oscar podía al menos validar un hacer industrial/artístico que efectivamente conoció momentos paradigmáticos. La historia del cine lo señala.
En este sentido, la organización publicitaria oficia de modo coercitivo, y predetermina la "seriedad" presunta de películas como Llámame por tu nombre o Lady Bird. La primera, una sucesión de postales diáfanas, que difícilmente logren ahondar en el sentir de sus personajes, mucho menos en posibilitar una revisión formal en el cine desde la diversidad sexual (con la enunciación de un amor homosexual no alcanza). La segunda, una batahola teenager educada, que bien podría oficiar como episodio de alguna de las series de mismo tenor del Disney Channel.
La referencia televisiva viene a cuento, Lady Bird es una película delineada de modo rutinario, con la promesa aparente de revisitar ese lugar de vida que se llama Sacramento y queda en California. Una cita a Joan Didion sirve de prólogo, y el film de Gerwig se sumerge en la vida de "Lady Bird", una chica de vida atareada, con ganas de hacer mucho y un nombre sobre el que insiste y recuerda a todos, como si se tratase de un segundo bautismo, pero hecho por ella y para ella. Lady Bird discute y perfila su identidad, mientras se cruza por el camino cotidiano con padre y madre, colegio católico, amores y amistades.
En el film, todo indicaría un espacio limitado, en donde la geografía oficia de manera hundida, sin perspectivas. Las peleas con mamá son cada vez más intensas, papá se queda sin trabajo siendo un buenazo, el hermano se llena la cara de piercings junto a una novia igual de "oscura", y la única amiga de Lady Bird está tan marginada de los demás como ella. Una vida bastante estancada, que la niña comienza a entrever desde otros lugares; fundamentalmente, a través de la obra musical que el mismo colegio incentiva. Allí, las dos amigas tendrán cierto esplendor, y Lady Bird podrá entonces encontrar un primer amor.
Bien, así las cosas, así la historia. Lo peor no es esto, sino las elecciones formales de la película, los modos desde los cuales se piensa y estructura. La construcción estética decide, y esto es evidente, apenas señalar pliegues, de los cuales rápidamente se desmarca. A la manera de un light food fílmico, Lady Bird es la historia de una chica que quizás ‑seguramente‑ tenga esquirlas autobiográficas de la directora, mientras asume el retrato diáfano de una localidad a la que, de todos modos, quiere.
La familia y la Iglesia son las principales instituciones de ese ámbito querido y algo repelido. Entre ellas, hay un vínculo que Lady Bird discute, tal vez desafía: irse a Nueva York, obtener el ingreso en una universidad de prestigio, allí sus deseos (porque las universidad públicas, en Estados Unidos, parecen ser siempre remedio mediocre). En medio de ello, otras situaciones espejan, como la supuesta por el despido del padre y la coincidencia entre éste y su hijo en la entrevista por un mismo trabajo. La reacción del papá es la siguiente: palmear al hijo (quien ya no tiene piercings) y alentarle con una especie de "¡Ve por ellos!".
Con este solo gesto, el film de Gerwig desdibuja lo que hubiese sido una herida mayor: ya no queda claro si el padre es desempleado por las inequidades del sistema o por su presunta ineficacia. El hijo termina por ser impulsado, de esta manera, a la misma maquinaria empresaria. La palmadita, en todo caso, podría estar dada por una persona que se cree o sabe acabado, por fuera de las necesidades sociales, ya relegado y resignado. Ahora le toca al hijo, la mejor de las suertes para él, tal vez triunfe.
El caso de la niña pareciera diferente, dado su empecinamiento en salir de allí y buscar otros horizontes. Eso sí, hay un brusco malestar que entre madre e hija no puede resolverse. Esto es algo que la película trabaja como hilo y aguja: el inicio argumental las muestra compartiendo un viaje en automóvil, escuchando el audio de Las viñas de la ira, de John Steinbeck, lloran, luego discuten. Sobre el final, cada una conducirá un automóvil distinto: metáfora visual tan obvia que vuelven a estas palabras un subrayado igualmente torpe.
Desde luego, el gusto salobre de la situación tendrá que ser remediado ‑a recordar: no se trata ni siquiera de una película de sinsabores, sino de una comedieta políticamente correcta; peor aún: es una película conservadora‑, y para ello no hay mejor (re)solución que la misma Iglesia, que es una en todas sus capillas, estén éstas en Sacramento o Nueva York. Allí, finalmente, lamentablemente, Lady Bird se dirige para renunciar a su bautismo personal y asumir el nombre con el que fuera traída al mundo. Una sumisión que no es novedad en el cine norteamericano ‑tan predecible y espantoso se ha vuelto‑ sino constatación de que hay que andar con los ojos atentos, no vaya a ser que todavía haya quienes crean que Greta Gerwig es algo así como una referente de lo que se entiende como "cine independiente".