Siglo XIX. Lujosa residencia rural en un campo de Inglaterra. Katherine ha sido casada con un hombre poderoso, que le impone modos, destino y familia. Su misión, según las costumbres de entonces, es permanecer encerrada, obediente y silenciosa, esperando cada noche a su hombre en el lecho. El suegro exige descendencia, pero no será posible porque el esposo no puede consumar el matrimonio. Ella cada noche deberá posar desnuda y de espaldas, para que él se pueda autcocomplacer. Pero Katherine aprenderá desde esas privaciones a no darle la espalda más a nada y a nadie. Y a través de ese deseo desatendido, se irá topando, entre arrebatos incontenibles, con la libertad, el sexo y el crimen.
La historia, basada en una novela de Nikolai Leskov, podía haber quedado convertida en otra ilustración de época, prolija y acartonada, pero aquí se convierte en una tragedia de furiosos contornos, con traiciones, sangre, ecos de racismo y sugerentes toques de reivindicación femenina, todo en medio de un escenario que ve alterar sus rígidas costumbres ante la irrupción de un corazón incontrolable que desde su cama desafiaba al orden establecido. Es la crónica arrebatada entre amor, desamor, dolor y crimen. La fuerza nace justamente de una heroína que se presenta como un ser pasivo que de a poco, entre el inmovilismo de esa casona, se pregunta por qué tener que hacer lo que se debe hacer, cuando su cuerpo le pide otras luces desde ese lecho que abre su ventana cada mañana anunciando un nuevo día.
¿Cuál es la forma?, pregunta este realizador debutante, de origen teatral que, lejos de apoyarse en las palabras, deja que las imágenes vayan contando todo. Y será el deseo carnal lo que transforma a esta muchacha, preparada para ser sumisa, a convertirse en un pequeño demonio revulsivo, que cruza todos los límites del patriarcado más extremo para darse el gusto de ser una mujer desafiante en un mundo donde los hombres tenían bajo su control el látigo, el dinero y el sexo, pero no sabían que al deseo no se lo puede encerrar.