Lo primero que recordé al comenzar Lady Macbeth no fue ninguna de las tragedias shakespeareanas sino la versión de Cumbres borrascosas que hace unos años dirigió Andrea Arnold. Si bien la película de William Oldroyd no tiene el radical y casi excesivo control audiovisual que tenía aquella propuesta, hay en la puesta en escena –seca, austera, realista, nunca teñida de falso prestigio académico o literario– muchas conexiones. De hecho, si uno entra sin saber que no se trata de una adaptación del Macbeth de Shakespeare sino de la novela rusa de 1865 Lady Macbeth en Mtsensk tal vez suponga que se equivocó de proyección.
Pero no. La “Macbeth” que inspira a esta otra está presente en espíritu, aunque la historia, trama y circunstancias sean muy diferentes. Aquí se narran los cambios de Katherine (Florence Pugh), una mujer que, al iniciar el film, se casa forzadamente con Alexander (Paul Hilton) un heredero un tanto excéntrico, distante y agresivo que la ignora sexualmente, la maltrata y la desprecia, lo mismo que hace su suegro. Entre ambos la tienen casi como prisionera en la casa, con una dama de compañía a su cuidado y encorsetada hasta para ir al baño. Es evidente que Katherine no tardará mucho en rebelarse. Al principio, su única manera de hacerlo es quedarse dormida en cualquier circunstancia, una manifestación física clara de su malestar y desinterés por la vida en esa casona. Pero poco a poco empezará a soltar otro lado suyo, oculto hasta entonces.
Todo empezará cuando su marido y su suegro se ausenten por un tiempo y Katherine empiece un affaire fogoso con uno de los empleados de la casa, Sebastian (Cosmo Jarvis), con quien encuentra la satisfacción sexual que no tiene con su marido. En ese período Katherine se irá soltando cada vez más y convirtiéndose en la verdadera dueña de la casa, en la voz de mando a cargo de todo, permitiéndose liberarse de tanto tiempo reprimida. Pero ellos en algún momento volverán y allí las cosas tomarán un cariz violento, a mitad de camino entre la película de suspenso y el drama psicológico.
Oldroyd, que viene del teatro, logra que sus escenas jamás se sientan como puestas sobre un escenario. Sus decisiones estéticas, la paleta de colores, las actuaciones de los protagonistas y la austeridad del vestuario, la casa, los objetos y hasta el paisaje hablan de un realizador que tomó los mejores referentes del llamado “cine de época” evitando en todo momento el lustrado falso de la adaptación de prestigio. Aquí todo es un poco oscuro, desangelado, chato: la vida en un caserón de campo en el siglo XIX vista sin ningún romanticismo ni nostalgia. Y es a partir de esa situación y esos lugares que la transformación psicológica y hasta moral de Katherine, que pasa de timorata a dominante, es totalmente creíble.
La película no tiene un score musical y las actuaciones son excelentes porque se ajustan siempre al tono asordinado dominante de la puesta en escena. Aún cuando, sobre el final, la tensión se vuelva casi hitchockiana, la película jamás perderá esa suerte de modestia formal. Lo cual hace más efectiva la propuesta. Es la historia de una mujer que, en su lucha por liberarse de la opresión masculina, termina volviéndose también una opresora. Y los cadáveres que quedan en su lucha por el poder son los testigos (mudos) de ese giro histórico y dramático. Es como una especie de timorata Cenicienta que, a lo largo de intensos 90 minutos, termina convirtiéndose en una pariente cercana de Cersei Lannister. Los fans de Game of Thrones entenderán lo ajustado de las similitudes.