Lady Macbeth

Crítica de Ezequiel Obregon - Leedor.com

El mal en las manos

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Transposición de la novela Lady Macbeth de Mtsensk de Nikolai Leskov, Lady Macbeth es un sólido (y sórdido) relato que tiene como protagonista absoluta a una mujer que pasa de la sumisión al egoísmo.

Para un espectador desprevenido, puede ser toda una sorpresa ingresar a la sala y, a los pocos minutos de iniciado el film, encontrarse con “otra Lady Macbeth”, ya no la que imaginó William Shakespeare en la era isabelina, sino la que inventó Leskov en la Rusia zarista. El realizador William Oldroyd toma esta fuente y construye un film tenso, implacable, concentrado esencialmente en la percepción de una mujer. No obstante, la relación entre las obras del dramaturgo inglés y del novelista ruso existen, sobre todo en cuanto al eje temático del poder (más específicamente, de saber mover los hilos del poder), la seducción, el crimen y la culpa.

Oldroyd mantiene la época, siglo XIX, pero la traslada al norte de Inglaterra. En ese mundo opresivo habita Katherine (ya no Katerina), una joven comprada junto a un lote de tierra para “ocupar” su rol de esposa para un hombre frío, déspota, desapasionado. Reducida a una serie de rutinas prefijadas (no por ella, claro), la joven deberá soportar no sólo el corsé con el que la criada la estiliza, sino también el corsé social, aquel que intenta mantenerla en un estado de sumisión.

Cuando su marido se va de viaje, Katherine (una estupenda Florence Pugh) queda bajo la órbita de su suegro; tal vez, peor que aquel. La muchacha se enamora de un empleado de la familia cuya rusticidad está en las antípodas de la aparente civilidad de la casa y, a la par de las voces ajenas que susurran ese romance, la situación con el padre de su marido se tornará aún peor. Bastará un primer crimen para reubicar su posición dentro de la casa y ya nada volverá a ser igual.

La propuesta de Oldroyd es casi siempre pictórica; cada plano tiene la elaboración de un cuadro, sobre todo en la materialidad que adquiere la iluminación, capaz de definir cada estado de ánimo y un omnipresente sentimiento de asfixia. En esa amalgama expresionista entre lo que el personaje siente y lo que el entorno, reticente, se niega a reconocer como una genuina pasión se consolida la estética del film, que también sabe aprovechar los espacios interiores –desde la mansión en plenitud, hasta el rancho donde se teje el adulterio- en planos en su mayoría estáticos para dar cuenta del encierro. En cuanto a los aciertos temáticos, vale la pena mencionar la ambigüedad que define al personaje, capaz de tensar su interpretación bajo la luz de algunos debates actuales vinculados al rol de la mujer. Debates que aquí aparecen problematizados cuando se empieza a hacer indiscernible la distancia entre lo lícito y lo ilícito, el sacrificio y el crimen.