A Katherine la casan con un hombre con el que no debería casarse. Es el siglo XIX, en el campo, en Inglaterra. El lugar es imponente, la mansión es imponente, y a Katherine se le imponen una vida y una familia que no quiere. Lady Macbeth no está basada en Shakespeare -aunque hay conexiones y reenvíos- sino en la nouvelle Lady Macbeth de Mtsensk, de Nikolai Leskov, que fue la base de una ópera con música de Shostakóvich. Y es una historia de desamor, amor y deseo.
Esta ópera prima de William Oldroyd se parece muy poco a lo que uno teme al entrar en "una historia inglesa de época". Los motivos son varios. Uno es que Katherine está interpretada con carisma y dominio del espacio -tanto en el interior como en la naturaleza- por Florence Pugh, indómita combinación de rostro dulce y ferocidad múltiple. Otro es que Oldroyd (como Alice Rohrwacher en el cine italiano) despunta como alguien que puede combinar tradiciones de su cine nacional con una energía descomunal y una idea nada quietista de la puesta en escena.
En Lady Macbeth todo encierro se resuelve hacia afuera: no hay implosión silenciosa sino explosión emocional y física. Esta es una película de apariencia gélida desde su afiche que se transforma ante nosotros en un relato ardiente, en un film vital cargado de muerte; una especie de homenaje retorcido a algunas de las dimensiones que ponía en juego otro inglés llamado Alfred Hitchcock.