Lo primero que surge aclarar frente al título de este filme que evoca la tragedia Shakesperiana “Macbeth” (1620) es que la película de William Oldroyd no deviene como referencia de esa obra magistral sino que surge de la adaptación la una novela del escritor ruso Nikolai Leskov (1865) un hombre de letras contemporáneo a Tolstoi y Dostoievski entre otros. Por otra parte está inevitablemente conectada con la transposición que hizo de este mismo texto el director polaco Andrzej Wajda (1961) bajo el nombre de Lady Macbeth en Siberia instalando este relato en su misma época y protagonizado por Olivera Markovic en el rol de Katerina, la poderosa fémina que empuja la trama hacia la tragedia mientras, entre líneas, Wajda despliega una crítica frente a una sociedad que funciona como una máquina de represión.
Si el cine ha comprobado algo es que en ciertos relatos femeninos no hay nada más peligroso que alimentar la bestia que nace de una mujer sexualmente reprimida. Pareciera que esta idea funciona como una metáfora del poder que tiene la fuerza de la líbido, esa pulsión que mueve cielo y tierra cuando sale de las entrañas de un personaje en estado de “cautiverio”.
La historia presenta la vida de una joven comprada como mercancía y obligada a casarse con un hombre mucho mayor que ella en un pueblo de Inglaterra allá por el 1800. Su marido la tiene más como un objeto adquirido que como una mujer a su lado a la cual ni siquiera accede carnalmente. Cuando él mismo se ausenta por un viaje hacia otras tierras la joven queda sin la custodia opresiva de su marido y su suegro que la controla en sus “deberes maritales”. Así es que traba una relación de amantes con un empleado que será la piedra fundamental para que Lady Macbeth nazca desde sus entrañas y arrase con todo lo que se oponga a su deseo.
El filme presenta elementos muy atractivos como película de época, en vez de estar cargado de diálogos y detalles del decorado que la quieran mostrar como una obra preciosista la narración se centra mucho más en el uso de la imagen que ostenta en silencio el poder del narrador usando con austeridad los planos fijos antes que los móviles. Expone sus ideas con encuadres contundentes, un montaje sintético que condensa todo el tiempo lo que vive dentro y fuera del cuadro. Para cerrar la claridad del uso de las herramientas clásicas vemos a sus personajes siempre en acción y exhibiéndose con pocos diálogos, los justos y necesarios para llevar el drama en la dirección que el personaje femenino la empuja.
Lady Macbeth enarbola este título por presentar a una mujer que -como otras tantas figuras femeninas de la literatura– ha atacado las reglas del mundo que la rodea. Pero sus procedimientos no son solamente los de la rebeldía que aparece por la fuerza de la liberación sexual, los deseos de consolidar una identidad y la necesidad de romper con la opresión, hacen falta unos condimentos más para poder tirar abajo todas las murallas que esta mujer derriba y las vidas que esa épica de la locura lleva en su camino.
Para ser una mujer Machbethiana hay que tener deseos radicales de manejar el poder, capacidad de ejecutar sin piedad lo más inconcebible, ambicionar sin límites y vivir según las leyes de la ceguera pasional, que no está solo puesta en la pasión del encuentro amoroso sino en la pasión como padecimiento insoportable, fuerza que lleva a una persona a cometer lo más inmoral con tal de salvarse de su trampa emocional.
Es interesantísimo ver un relato que inspira empatía con su protagonista con quien seguimos el derrotero de “querer ser libres”, transformado luego en “a cualquier precio” donde el precio está puesto en la vida de los otros y los límites que la existencia de otros impone frente a la libertad absoluta que Lady M desea y busca imperiosamente, que siente de vida o muerte. Por eso y de manera arbitraria aun cuando la vemos esgrimir una crueldad de hielo pareciera que hasta podemos desear que triunfe y logre su liberación imposible y absoluta, definitivamente una fantasía de libertad aniquilante. Para ello solo le viene a la mano una amiga fiel y devastadora: la locura.
El relato respira una tensión constante, el derrotero hacia la catástrofe y la inmoralidad permanente ponen a la luz un clima Hitchcockiano de oprobio y transgresión donde el espectador es testigo de lo más malicioso y perverso, mientras el narrador juega a hacernos cómplices de lo prohibido de manera tan inteligente en su puesta y su discurso visual que nos quedamos allí dentro viendo lo que no debemos ver, sabiendo lo que nadie sabe y sin escapatoria posible.
Por Victoria Leven
@victorialeven