Las acacias es sobre moverse. Sobre moverse y el tiempo, porque cualquier desplazamiento implica dejar atrás espacio y tiempo. Lo llamativo de la película de Pablo Georgelli es que está hecha en presente y en pasado sin que el futuro sea una dimensión que se contemple realmente. Se percibe en los insistentes planos del interior del camión, cuando la cámara encuadra a los personajes siempre contra un espejo retrovisor que muestra el paisaje ya recorrido. Entonces, están el presente más puro (los personajes que viajan) y el pasado que se proyecta en los espejos de cada puerta. Cosa rarísima en una película de viaje, casi no hay planos de la ruta a recorrer, como si Las acacias estuviera interesada exclusivamente en indagar esas líneas temporales sin mirar hacia adelante (los pocos planos de la ruta parecen funcionar casi como una declaración de intenciones, como si el director estuviera diciendo que puede filmarlos pero que elige activamente no hacerlo).
Este esquema estético dialoga con la información que se tiene de los personajes. Poco se sabe del futuro próximo de Rubén y Jacinta: él es camionero y tiene que hacer una entrega de madera, además de transportar a Jacinta desde Asunción; ella viaja a Buenos Aires para probar suerte pero no tiene idea de lo que va a hacer cuando llegue. Se trata, entonces, de centrar la mirada en gestos, movimientos fugaces, impostaciones del cuerpo; esa es la manera de conocer a los personajes que ofrece la película. Como si la observación de la realidad fuera una continua pregunta disparada hacia la materia, una pregunta que se formula en presente pero que siempre, necesariamente, habrá de ser contestada en pasado, como los coches que surcan el espejo retrovisor de Rubén.
Quizás es por eso que la película pierde tanto cuando Rubén se ablanda y empieza a cuidar a Jacinta y Anahí, su beba. Porque el vínculo entre ellos se torna cada vez más claro y pierde el misterio del comienzo: la relación empieza a resolverse en el terreno del lenguaje y los diálogos fallan, no representan a los personajes como lo hacían sus gestos o miradas al vacío. El problema más notorio es el cambio de Rubén: su amabilidad e interés repentinos surgen de golpe, casi sin haberse esbozado antes. El final, cargado de dramatismo y tensión, que hasta remite al final de Más corazón que odio, parece hablar de otra película muy distinta de la del principio, que opta por una línea sentimental fuerte y que cifra su apuesta en esclarecer el estado de ánimo de su protagonista. Por primera vez, el futuro aparece como una proyección de un vínculo posible entre los personajes; Georgelli comienza a explorar esa dimensión apuntalado en el deseo de Rubén. Pero la primera parte ya había establecido otra concepción del cine muy distinta. No hay un pasaje fluido entre las dos mitades, el desbalanceo se siente como un problema narrativo (y estético) que signa una película mucho más débil y falta de ideas de la que se prometía al principio.