Volver a empezar
Los últimos días del año cordobés albergan, entre publicidades sobre Navidad o Año Nuevo disfrazadas de películas, a una de las mejores obras argentinas de 2011: Las Acacias, de Pablo Giorgelli, seguramente la más premiada de la temporada pues se llevó galardones en Cannes (Cámara de Oro), San Sebastián, Biarritz, Londres y Bratislava, entre otros festivales del mundo. Filme minimalista en su forma pero temáticamente universal y ambicioso en todos sus órdenes, Las Acacias constituye una sorpresa digna de destacar (se estrenó en una sola sala: Cines Hoyts del Patio Olmos), un bienvenido aire fresco para el cine joven argentino que lo devuelve a sus mejores tradiciones.
Su anécdota es tan simple como rica en potencialidades. Un camionero rudo y solitario, de nombre Rubén (Germán Da Silva), tendrá que llevar desde Paraguay hasta Buenos Aires a una mujer llamada Jacinta (Hebe Duarte) y a su pequeña bebé de ocho meses, presentada como Anahí (Nayra Calle Mamani). No es la mejor compañía para él, ya que se trata de un hombre tosco acostumbrado a transitar las rutas del país en silencio y absoluta soledad, pero es un encargo de su patrón, un compromiso ineludible pues consiste en aprovechar el viaje que debe realizar para trasladar un cargamento de troncos de acacias desde Paraguay. El silencio y la parquedad dominarán el primer tramo de la travesía, donde el malhumor de Rubén se verá potenciado por algún que otro llanto del bebé, que encima insiste en escrutarlo con mirada absorta. Pero lentamente, Jacinta comenzará a romper la parquedad de su compañero, ayudada especialmente por la pequeña Anahí, quien sin querer establecerá una relación particular con Rubén. Filme hecho de detalles, el nudo central de Las Acacias estará en las modificaciones interiores que viva Rubén, quien lentamente comenzará a aceptar a la pequeña y su madre, hasta soñar incluso con la posibilidad de un romance.
Road movie paradójica y emotiva, el centro de Las Acacias está formando entonces por los sentimientos de sus personajes, y por eso es significativo el modo en que Giorgelli dispone la puesta en escena: sin recurrir nunca a subrayados, diálogos explicativos ni bandas de sonido, apostando en todo momento a la fuerza de la imagen, al silencio y al gesto actoral. Es sobresaliente en este sentido el trabajo con la pequeña Anahí, cuyos ademanes motorizarán los cambios en el ánimo de Rubén, y cuya mirada absorta llegará a catalizar incluso la propia mirada del espectador ante el mundo planteado por Giorgelli. Es por eso también que el director decide concentrarse en la cabina del camión de su protagonista: el plano dominante en toda la película será uno medio que registra, de costado, la relación entre Rubén y sus acompañantes, con los espejos retrovisores funcionando en profundidad de campo para reflejar la interacción de ellos con el mundo circundante (o, si se quiere, su inscripción en el espacio). La intención es concentrarse en esa cabina donde mediante gestos mínimos se narrará un acontecimiento maravilloso, el surgimiento de una amistad entrañable, o quizás del amor. Cuando el registro salga de sus márgenes, Giorgelli confirmará su pericia técnica: el trabajo obsesivo con los encuadres (que por momentos quizás sean demasiado calculados), se repetirá en notables planos generales, que aprovechan a fondo el espacio del plano para mostrar al mundo y narrar su relación con nuestros protagonistas. La primera aparición de Jacinita será, en este sentido, ejemplar (un plano general de una ruta que replica la mirada de Rubén, y la posición de poder de cada personaje en la relación), así como también la secuencia final donde se resuelve (a medias) el conflicto central.
También habrá lugar para la belleza intensa en los pocos momentos donde Giorgelli filma la naturaleza (con un trabajo notable en la fotografía de Diego Poleri), aunque ya el plano de apertura de la película será inigualable (un contrapicado donde se filma a contraluz un conjunto de acacias, que están siendo cortadas). Y acaso aquí finque un posible problema en la película de Giorgelli, que entrega sus mejores tramos en la primera mitad y que sutilmente va perdiendo complejidad a medida que avanza la trama (ver, por ejemplo, cómo los espejos dejan de tener funciones narrativas), acaso porque la definición de las situaciones obtura la multiplicidad de significados que se insinuaba al comienzo. El resultado, empero, es un filme pleno de humanidad que ostenta un amor infrecuente por la vida y por el cine.
Por Martín Iparraguirre