1. Alguna vez habrá que volver a discutir el sentido de la expresión “obra maestra”. Aunque creo en él (es decir: defiendo su necesariedad, contra el dictum artaudiano de “acabar con las obras maestras”), creo que no es lo suficientemente claro (¿es maestra la obra o el autor? ¿Y es maestra en sí misma o frente a una obra más vasta, incluso más allá del autor?). Porque si la palabra “obra” tiene no pocos sentidos, no menos tiene el término “maestra” (¿es una “llave maestra” para entender la obra? ¿O es “maestra” más allá de sí misma, e incluso más allá de una serie o de un arte?). Pensé en todo esto (y algunas cosas más que trataré de ir desgranando a continuación, sin voluntad de exhaustividad), al ver Las acacias, un film que ha sido alabado en todo el mundo y al que sin embargo nadie le ha endilgado ese mote, que de algún modo merece. Al menos en otro sentido del término, que haría hincapié en la “maestría” para denotar la capacidad de una obra para enseñar (es decir, para mostrar, demostrar, e impartir) la lección que a su vez ha aprendido.
2. Como cualquier espectador, entré al cine con el común conocimiento de lo que iba a ver (gracias a lo que la crítica y la publicidad destacan): se trata de un pequeño y entrañable film argentino que obtuvo premios en cuanto festival se presentó (empezando por el canónico y canonizante festival de Cannes). La sala estaba felizmente repleta, y el público respondió como debe hacerlo en todas partes: con risas y emoción, a la vez que con la certeza final de estar ante una obra de arte. Que más se puede pedir, cuando una película reconcilia esos mundos, aparentemente tan distantes, de lo culto y lo popular (sin que lo culto sea elitista ni lo popular meramente masivo). El problema es que el triunfo de Las acacias es una suerte de victoria pírrica: no sólo porque legitima un mainstream del cine independiente (lo que llamo “international style”, y cuyas características he discutido en otras notas y debates) que en su pequeño circuito no es menos asfixiante para películas que intenten salir de esa norma, sino porque tampoco está tan lejos de ese enemigo mayor (el cine mainstream que sigue los dictados de Hollywood), su uno logra atisbar en las entrelíneas de esa forma “maestra” que oculta un contenido trillado. Las acacias es en ese sentido un perfecto “caballo de troya”, y no es extraña entonces su predestinación de “obra maestra”. No queremos decir con esto que la película haya sido minuciosamente pensada en función de ese sistema de legitimación (inexpugnable cuando logra aunar crítica, festivales y público), sino que refleja con extraordinaria sencillez sus postulados, como sin los asumiera de un modo natural. Esa cualidad es paradójicamente lo más inquietante, porque demuestra las determinaciones de la forma en una época determinada (en este caso, un retorno a lo más conservador del clasicismo a través de una posmoderna oxigenación de sus formas). Aunque sólo sea por eso, Las acacias es ya un film insoslayable para cualquier historiador futuro.
3. Las acacias del título son lo primero que vemos, y las vemos de algún modo por última vez. Segundos después están siendo aserradas, convertidas en esa carga que el protagonista debe llevar. Sólo eso, porque las acacias son, naturalmente, un McGuffin (una excusa para motorizar la acción). Por eso no es casual que titulen una película tan consciente de su público, de un público que va a ser transportado por la película como esos árboles que han empezado a dejar de serlo… Ese devenir (en el que el camión es casi una extensión del camionero) está en el corazón de Las acacias. Recordemos que antes de que alguien pensara siquiera en llamar “road movie” a cierto tipo de films, Hollywood nos enseñó que el cine es movimiento. El cine es un medio de locomoción: al principio caballos y trenes (el inicio es un western), luego el automóvil, claro, ese otro gran invento del siglo XX. Para no salir de los camiones, podemos mencionar al menos dos películas clave: Le salair du peur (no en vano retomada por Friedkin en una remake extemporánea que acabó con su carrera) y Duel (no en vano un perfecto vehículo para motorizar la carrera de Spielberg). Si ambas películas jugaban con el suspenso, Las acacias lo desestima de entrada, aunque su recto camino (incluido su “happy end”) es tan previsible como el de cualquier film de Hollywood. Y es que sólo los grandes films clásicos de Hollywood logran hacer de esa necesariedad una virtud. Esa es una de las lecciones que Las acacias se complace en repetir.
4. A ese “guión de hierro” que imponen los caminos (al menos los trillados) Las acacias lo compensa con los mohines de un bebé. Es decir, con otro viejo y potente recurso del cine: el efecto Kuleschov (que descubrió que el peso de la actuación estaba –como todo– en el montaje). Porque el centro de gravedad del film –en todo sentido– recae en su actor principal (Germán Da Silva), en cuyos laboriosos contraplanos el público encuentra el reflejo para su propia reacción (incluso hacia el mismo film): de la desconfianza a la identificación. No es casual entonces que el camionero conduzca el punto de vista del film, y que su aprendizaje –como el del público– consista en recordar lo que aparentemente había olvidado: cómo asumir el clasicismo –en su versión más paternalista- más allá de su crisis. No en vano el centro narrativo del film es una paternidad culposa (con la mujer como vehículo para la elusiva relación entre el hombre y un hijo fantasmático). La elisión es, claro, uno de los mecanismos clave del “international style”: historias mínimas cuya tensión se asienta en lo no dicho, sobre todo porque la explicitación devolvería ese elidido centro a la nada misma, o –pero aun– a algo inconfesable. (Podría hacerse el ejercicio –seguramente repetido a la inversa por muchos guionistas, que van quitando capas de información- de reponer esa información no dada, para ver hasta donde es lo “reprimido” lo que sostiene una trama de lo contrario débil, inverosímil, o simplemente reaccionaria).
5. El hombre solitario y parco es un personaje prototípico del NCA. Pero aquí deja de lado la sordidez habitual (como en los films de Alonso) y asumiendo su “falta” (con una pizca de la bonhomía de los personajes de Sorín) reencuentra la afectividad perdida (es decir: encuentra al fin cierta felicidad en esa familia que en otros films suele ser ausente o disfuncional). Y es que Las acacias, finalmente, no sólo reconcilia con su cándido humanismo a los espectadores consigo mismos: también encuentra una síntesis virtuosa para un NCA al que asiduamente se suele criticar por su desangelada “frialdad” (cuando su problema es más bien que ese distanciamiento es vacuo). En ese sentido, Las acacias puede por fin –para volver al inicio- ser considerado una obra “maestra”, como no lo fue (pese a las abundantes muletas críticas) Historias extraordinarias: pues se trata sin duda de una película que señala (como un padre orgullosamente fértil) un camino a seguir. Aunque sea a costa de la propia particularidad (es decir: de su contexto y sus motivaciones): Las acacias podría transcurrir en cualquier parte, y no sería raro que tuviera una remake hollywoodense (con algo más de acción, claro, aunque con el mismo final feliz).