Será lo que deba ser
Multipremiada en todo el mundo, la película nacional emociona por y desde su sencillez.
Dentro del vastísimo panorama que ofrece hoy en día el cine nacional, con tantas películas estrenándose y de distinto género, Las acacias puede ser un punto de partida. Porque la película de Pablo Giorgelli combina, sin proponérselo, claro está, un mix entre lo que se viene debatiendo como cine minimalista, sutil, e independiente, y otro con un fuerte apego a la emoción, rasgo este último que suele asociarse más al mal llamado cine industrial o comercial.
¿Qué sucede? Que Las acacias se estructura con pocos personajes (tres, contando entre ellos a una beba de meses), un ámbito casi único (la cabina del camión en el que viajan) y más miradas que diálogos. Pero que también, y con esos elementos, logra emocionar cuando el metraje va arribando a su desenlace.
La historia, o la excusa para que Giorgelli se aboque a la presentación de Rubén y Jacinta, es un viaje. Rubén es chofer de un camión, y su cliente le pide que, además de transportar troncos de acacias desde Asunción hasta Buenos Aires, lleve a Jacinta y a Anahí, la beba.
Algunos dirán que Las acacias es una road movie. Pero en ellas los personajes llegan al final siendo otros, habiendo crecido en el transcurso del viaje. Parten de una manera y arriban de otra. Aquí, no. Rubén y Jacinta son los mismos -la esencia no cambia-, lo que sucede es que se abren, mostrando todo aquello que por un buen rato fueron retaceándose uno al otro, en uno de los acertados manejos del guión de Giorgelli.
Si ambos son solitarios y están atravesando etapas difíciles, con fracasos sobre sus espaldas, la cámara estará allí, acompañando, escudriñándolos, pero no interrogándolos. Es tanto lo que nos dicen Rubén y Jacinta con sus miradas que los sentimientos nos llegan sin que se necesite que los personajes lo verbalicen. Si a veces menos es más, Las acacias hace de ese axioma su razón de ser.
Premiada en cuanto festival fue invitada (Cámara de oro en Cannes, más otros galardones en Londres, San Sebastián y Biarritz, entre tantos otros), la película tiene algunos simbolismos primarios -el encierro en el que están los personajes en la cabina del camión, y la infinidad del paisaje que recorren-.
No hay subrayados innecesarios, palabrerío superfluo. El filme emociona por y desde su sencillez.
Germán de Silva tiene en los surcos de su rostro todo lo que Rubén va cargando. Hebe Duarte cautiva desde su sonrisa. Y qué decir de la pequeña Nayra Calle Mamani, retratada en cada gesto con la misma honestidad con la que Giorgelli nos cuenta esta historia de amor -tal vez- no cumplida, pero llena de afecto sincero, narrado con sensibilidad extrema.