Entré a ver “Las Acacias” con mucha expectativa. Los premios obtenidos en Cannes (Cámara de Oro!), Biarritz, Londres, etc, presagiaban que llegaba el último estreno importante del año. Mis colegas hablan aún de esperar “El premio”, de Paula Marcovitch, para terminar de definir cuál será la película argentina del año (aunque sospecho que esta última ya queda para 2012). Ustedes, que nos siguen, saben que mi podio está conformado por: “De Caravana” (de Córdoba con amor), “El estudiante” y “Un amor”. Las tres, por diferentes razones que se han desarrollado en cada crítica, se han destacado claramente por sobre el resto de la producción local. Lo mismo sucede con esta Opera Prima de Pablo Giorgelli, un nombre que a la luz de los resultados, hay que seguir con suma atención y esto lo digo sin mirar su vidriera de logros.
Mi primera impresión con “Las Acacias” era que era una cinta “festivalera”. Traducido a lenguaje corriente, ese tipo de películas que sólo le gustan a los críticos y que exploran lenguajes y puestas poco convencionales. Producciones que se instalan como íconos indiscutidos para cierta elite periodística y que terminan lejos del gran público.
Los silencios que se dan en los primeros diez minutos de proyección me dieron esa errada impresión.
Afortunadamente, lejos se encuentra Giorgelli de alinearse bajo esas ideas. Lo que al inicio descoloca e intriga al espectador (cómo se viaja 1500 km por vía terrestre casi sin hablarse con el acompañante, básicamente) luego se vuelve natural, crece, cobra vida propia y termina ganándose a cada corazón en la butaca. “Las Acacias” es una historia simple, directa, de gente humilde y luminosa que busca su destino. Dos seres (o tres, para ser exactos), a quienes la casualidad los convoca a un viaje, que empieza de manera hostil y que va modificando su desarrollo a medida que ellos se vinculan casi imperceptiblemente. Pocas veces ví un guión tan austero en palabras y tan rico en gestos y lenguaje corporal.
La historia es la de un viaje. Un camionero silencioso, reservado y recio, Rubén (Germán Da Silva), recibe la orden de su patrón de llevar en su vehículo a una mujer, Jacinta (Hebe Duarte), de Asunción a Buenos Aires. Cuando ámbos se encuentran para emprenderlo, el conductor se sorprende al saber que su pasajera no viene sola, es madre soltera y lleva consigo a su bebé de 5 meses, Anahí. Los tres entonces iniciarán una relación de compañeros de trayecto que irá ofreciendo sutiles sorpresas a lo largo del recorrido hasta cerrar en un auténtico deleite visual y emotivo para los espectadores.
El director (quien escribió el libreto junto a Salvador Roselli), compone en planos cortos, mueve su cámara con maestría y capta escenas de una inusitada belleza (en las que se luce la bebé Nayra Calle Mamani). Nada de esto se produce por azar. Se nota en “Las Acacias”, un gran trabajo a la hora de pensar cada cuadro y concretar su física (es notable la minuciosidad con la que cada parada se construye a lo largo del camino, por ejemplo), de manera que a pesar de que el film coquetea con el naturalismo corriente en el cine nacional, logra escaparse de esa etiqueta y tomar sólo lo que necesita para contar la historia… Sin caer en el sopor peligroso que siempre amenaza esta visión de cine.
Ese es uno de sus grandes méritos, encuadra su historia con parquedad y silencio, pero nunca pierde el norte de lo que desea contar: un relato sobre paternidad, familia, soledad… y de cómo lo duro e impenetrable deja entrar la luz...la acción del destino como ariete que punza el cambio.
Salí de la sala y me resonaban muchos símbolos que se juegan en la película, tantos… Que decidí volverla a ver pronto, desprendido de la sorpresa que me provocó y abierto a decodificar el universo que Pablo Giorgelli nos regala en esta cátedra de cine.
“Las Acacias” es de esas películas que no todos eligen ver, pero que deberían hacerlo sin dudar. DC Argentina se jugó con su estreno en varias salas importantes y habrá que ver cómo responde el público a la convocatoria. Como dije al terminar la proyección, una película acorde a sus pergaminos, que no deberían perderse de ninguna manera.