Elije tu propia aventura
Tintín ofrece un trazo ligero y feliz, la gracia aérea de los personajes anega la pantalla y lleva la filosofía de la comedía física casi a un grado de abstracción, una danza implacable de movimiento y destreza continuos, siempre a unos cuantos metros del suelo, que parece originarse en una dimensión paralela a la nuestra. Nunca vi ni de cerca un ejemplar de la historieta del belga Hergé protagonizada por Tintín y su perrito Milou pero la película es cosa seria: Tintín es un joven que se apasiona por la réplica de un barco que se exhibe en un puesto de la calle y se lo lleva a su casa sin sospechar que la miniatura guarda un secreto, un trozo de papel enrollado en un cilindro metido dentro del palo mayor. En realidad la promesa de aventuras estaba ya prefigurada en el barco mismo, con su breve unicornio tallado en la proa y su carácter evocador de mares embravecidos y capitanes proverbialmente dados a la bebida.
La película despliega con sobriedad y precisión dos capas mediante las que se espía el pasado, que a su vez espía un pasado más lejano aún. En este presente de Tintín hay un simpático carterista sin glamour alguno, que interviene de modo lateral en la trama, pero el verdadero pasaporte al drama y al misterio es el viejo barco de juguete, que anticipa uno de verdad, lleno de peligros y que conduce también al relato legendario de un barco anterior. La película propone la supervivencia de antiguas maravillas en el recodo menos esperable del tiempo presente y postula la infancia del siglo veinte como el terreno donde esa energía conservaba todavía una buena parte de su esplendor y andaba por ahí suelta, a la espera de que alguien se montara en ella con el solo objeto, en el fondo, de dejarse llevar. Para el director Steven Spielberg, Tintín es el antecedente del profesor retirado Indiana Jones.
La época que le toca a este Tintín del cine está marcada en la superficie por la previsibilidad y la corrección moral. El humilde pickpocket que hace su aparición en el primer minuto de película no tiene maldad ni misterio algunos, en verdad es un señor más o menos respetable que sufre de cleptomanía y que se explica entre sollozos ante los despistados agentes del orden que no acaban nunca de entender qué pasa. Estos voluminosos funcionarios son parte del paisaje corriente y parecen operar, también, en el nivel de las cosas ordinarias y pedestres. Solo su graciosa torpeza y su infinita desconexión con cualquier forma de la eficiencia en el cumplimiento de sus tareas los redime del quehacer melancólico que les impone su profesión. Para adentrarse en lo desconocido y así encontrar una forma rara de la felicidad hay que estar un poco al margen de la ley y sus preceptos, aunque sea ignorándolos por omisión.
Es que la asumida intangibilidad de la película, su naturaleza grácil de contradanza delirante y festiva que gira de continente en continente, parece rechazar todo impulso de lección de civismo en pos de la aventura como una de las formas más radicales de la libertad. Tintín es una criatura cartesiana que cada tanto se olvida de pensar y se abandona a la suerte. Pese a su natural talante detectivesco y deductivo, muchas veces es la casualidad la que lo saca del brete, así como se permite no desdeñar la aplicación de una trompada en el momento justo ni le tiembla el pulso a la hora de empuñar una pistola automática o de manejar un avión en medio de una tormenta espantosa. El mundo que habita Tintín y sus coprotagonistas es un mundo en el que todo postulado especulativo puede encontrar su refutación en el rodar de la fortuna, la velocidad de las cosas que ofrece aristas donde gobierna el vértigo y que hay que saber acompañar para no ser devorados por el agujero negro que constituye la existencia: Tintín es una modesta fábula sobre la alegría violenta de vivir.