INDIANA JONES EN EL CUERPO DE TINTÍN
Los sutiles trazos de colores y la música sosegada que integran la secuencia de títulos de Las aventuras de Tintín prometen algo refinado. Enseguida aparece un perspicaz homenaje al personaje del comic en el que está basada: un dibujante callejero le muestra a Tintín una caricatura de sí mismo, que no es más que la imagen creada por el historietista belga Hergé (1907/1983). Las escenas siguientes, en las que el protagonista ve su rostro repetido en unos espejos al tiempo que descubre la maqueta de un barco que comprará –y que, como es de imaginarse, le traerá problemas– exhiben, asimismo, esa gracia que el cine alcanza cuando tiene a la belleza como fin.
Después, la película de Steven Spielberg (Cincinnati, EEUU, 1946) va tomando la forma de un exaltado relato de aventuras, como si Tintín no fuera otro que el mismísimo Indiana Jones enfrentando distintos peligros en lugares exóticos y rodeado de elementos característicos (piratas, animales salvajes, tesoros ocultos, pergaminos misteriosos). La destreza que le permite poner a salvo su vida y la compañía de graciosos personajes más o menos cobardes (en este caso, el casi siempre ebrio Capitán Haddock), contribuyen a esa similitud, a lo que se agrega la música (omnipresente y algo rancia) de John Williams.
Esto no debe verse como una desventaja, conocida la eficacia del director para generar aceitadas máquinas de diversión audiovisual: bien sabido es que, por encima de temas controversiales y temáticas ambiciosas, el mejor Spielberg es el de Los cazadores del arca perdida (1981), Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), Indiana Jones y la última cruzada (1993) e Indiana Jones y la calavera de cristal (2008), o, en el mismo sentido, el de productos gestados para provocar sobresaltos sin pretensiones de obra maestra, como Reto a muerte (1971) o Jurassic Park (1993).
Pero, aún así, una vez planteado el conflicto, Las aventuras de Tintín comienza a encadenar peripecias con un vértigo bastante abrumador. Éste es, en principio, el único rasgo que la aleja del original: filmada con la técnica de captura de movimiento (convirtiendo a actores en modelos digitales de personajes animados), utilizada ya –con discutibles resultados– en películas como Avatar (2009) o Los fantasmas de Scrooge (2009), logra que Tintín se muestre apenas un poco menos nervioso y más expresivo que el dibujado por Helgé, así como se hace más auténtica la presencia de Milú con sus gruñidos y ladridos. Y si la seriedad y la actitud ciegamente altruista de Tintín pueden parecer hoy algo anacrónicas, no podrá negarse que la manera con la que el chico asume esos desafíos –más como una obligación que como placenteras travesuras– forma parte del espíritu del original, creado para el suplemento infantil de un diario católico hacia 1930.
Es innegable que algo inherente al género aflora jubilosamente aquí. Ese contexto atemporal, esa trama de incidentes sin demasiada lógica, permiten sentirse parte de un universo ficticio en el que, identificados con el héroe y sus amigos, podemos sortear peligros e imprevistos sabiendo que sobreviviremos a ellos. Las aventuras de Tintín suma, además, cautivantes cielos encapotados o mares embravecidos, mágicos cambios de escena mediante elaborados enlaces, y la posibilidad de apreciar diferentes acciones en un mismo plano. El 3D, sin dudas, ayuda a sentirse dentro de la historia, percibiendo mejor la cercanía de un gigantesco barco o de cristales que se rompen y saltan por el aire. Resulta estimable, además, el empleo de un humor nunca vulgar. Ocasionalmente, sin embargo, los guionistas, el director, el productor y/o el editor sintieron la necesidad de enfebrecer el ritmo, apelando a esos travellings desorbitados que ahora posibilitan los efectos digitales y asfixiando al bueno de Tintín en escenarios saturados de detalles (la historieta, al menos, permite detenerse a apreciar los pormenores de cada cuadro).
En definitiva, si el atractivo del buen cine de aventuras se hace presente en este nuevo Spielberg, al mismo tiempo uno se pregunta si la única manera de satisfacer al espectador contemporáneo es estimulando la adrenalina y considerando que, tenga la edad que tenga, se trata siempre de un chico a la espera de golosinas. Algo parecido a lo que ocurre con la agitadísima y exitosa Misión imposible 4: Protocolo fantasma (dir: Brad Bird, estrenada en estos días con numerosas copias dobladas al castellano), que responde también a ese patrón.
Es cierto que no todos los films que llegan a las salas ostentando números (de dinero invertido, de cantidad de salas de estreno, de espectadores) ofrecen la calidad de Las aventuras de Tintín, pero el problema es ver en ellos el mejor o el único cine posible, como si las películas más exigentes, maduras y sensibles quedaran sólo destinadas a espectadores exigentes, maduros, sensibles y –además– con paciencia para rastrearlas en la cartelera.