El tintineo de la aventura
Steven Spielberg llevó a la pantalla la clásica historieta de Hergé siendo fiel al original pero sin veneración genuflexa, lo que resulta en el mejor Tintín posible. Y el 3D es crucial para arrancar al personaje del plano y lanzarlo al espacio cinematográfico.
La secuencia de títulos de Las aventuras de Tintín 3D: El secreto del Unicornio es tan bella y perfecta –tanto como lo era la de Atrápame si puedes, también resuelta en animación– que mientras uno se entrega al disfrute siente como un miedito de que la película no esté a la altura. Pero ya la secuencia introductoria, con su empuje aventurero, la dinámica incesante de la cámara, el encuadre como fiesta visual, el mundo autónomo al que la técnica de motion capture por fin da lugar, anuncia que sí, que uno puede relajarse y gozar: el de Steven Spielberg es el mejor Tintín posible. Esto es, un Tintín fiel al original. Pero no con esa fidelidad genuflexa que venera el original como prisión y contrato (ver Harry Potter), sino la de quien se sabe en la misma amplitud de onda y se deja llevar. Llevar por la aventura, la invención, la fuga hacia delante, porque adelante es mejor. “¿Cómo está tu sed de aventura?”, le pregunta Tintín a su amigo, el capitán Haddock. “Insaciable”, se relame Haddock. Milú mueve la cola, el iris se cierra como en el cine mudo y el espectador entiende que todo es perfecto: el cine volvió a la infancia. A su infancia, a la del mundo.
La noticia de que Spielberg había resuelto filmar Las aventuras de Tintín con la técnica de motion capture generaba recelo. Hasta ahora, lo único que esa técnica fotorrealista había aportado al cine (recordar El expreso polar, Beowulf, Los fantasmas de Scrooge, los n’avi de Avatar) fue la pesadez imitativa, la animación rindiéndose a la primacía (a la fantasía) del mundo-tal-cual-es. Pero Spielberg hizo bien todo lo que se podía hacer mal. Tanto él como su socio Peter Jackson no pusieron el texto original en un altar, tomándose la libertad de intercalar con pericia partes de otras historias (El cangrejo de las pinzas de oro y El tesoro de Rackham el Rojo) dentro de ésta. Advirtieron (ver entrevista) que filmar Las aventuras de Tintín con actores la hubiera convertido en una Madame Tussaud de apósitos, prótesis y barbas de utilería. Reemplazaron el trazo mínimo y cristalino del original por la acumulación detallista y el moto perpetuo. Usaron, finalmente, el 3D para arrancar a Tintín del plano y lanzarlo al espacio. Al espacio cinematográfico.
Pero a la concepción general hay que llenarla, darle cuerpo y alma, y en ese punto se requería alguien que compartiera con el original la sed de aventura, la convicción antigua y primaria de que en el mundo hay cosas por descubrir, riesgos que correr, lealtades que asumir. ¿Puede imaginarse alguien más apto para encender ese motor que el creador de Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, E.T., Indiana Jones, Jurassic Park? ¿Existía algún otro capaz de calzarse sin mediaciones los botines de un chico sin edad precisa ni padres que lo aten, periodista de aventuras exóticas con más pasión por las aventuras exóticas que por el periodismo? Contagiado de la trepidación del original, hay una aceleración, una sobrecarga (de peripecias, de citas y referencias, de ideas visuales, de acontecimientos en cada plano), una ansiedad narrativa en El secreto del Unicornio, que son las de un debutante exultante y excedido, nunca las de un sesentón largo, con cuarenta años de desgaste encima. Como en los seriales (de los cuales ya bebía Indiana Jones), una peripecia lleva a la otra, y a la otra, y a la otra. Lo mismo corre para las ideas visuales.
Ver el modo –coreográfico, como un Fred Astaire que bailara con las manos– en que el carterista hace su trabajo, en la escena inicial, tan fluido y continuo como las transiciones de montaje (toda la secuencia que va y viene del de-sierto al mar pirata, y todo dentro de la cabeza del capitán Haddock, es una lección superior sobre el arte del montaje y la narración cinematográficos). Hasta ahora, los monstruos paridos por el motion capture eran de cartón o de plástico, cualquier cosa menos nervios y carne. En El secreto del Unicornio, las miradas de motion capture se vuelven reveladoras. Si los ojos de Tintín brillan con el tintineo de la aventura (¿vendrá de ahí su nombre?), los del capitán Ha-ddock se hunden en la depresión y salen de allí llenos de picardía (Haddock, héroe quebrado y por lo tanto moderno de esta aventura clásica), mientras los del irresistible Milú arden con ese alerta permanente, típico de los perros. Los de Sakharine, villano de la historia, son, en cambio, pura frialdad.
Sin embargo, a la larga (generosidad de Hergé, de Spielberg, de todos los que tuvieron algo que ver con esto) uno viene a enterarse de que lo que mueve al presunto villano no es tanto la sed de riqueza como la lealtad familiar. Lo cual lo iguala a su contraparte, Haddock. De allí que en el duelo final (una de dos o tres secuencias antológicas, en las que Spielberg le enseña a filmar acción, humor físico y gran espectáculo a la Directors Guild en pleno) durante un par de segundos el frenesí se detiene y ambos quedan enfrentados, en espejo. El “bueno” y el “malo” no como esencias opuestas, sino como reflejos. Ah, sí, Hernández y Fernández también están, más ineficaces que nunca. Y la Castafiore, protagonizando una escena memorable. Está todo. Todo Tintín, todo el cine, todo lo que puede estar.