Si usted vio Beowulf o El Expreso Polar, crasos films del decaído Robert Zemeckis cuya gracia consiste en actores transformados en dibujos, seguramente tenga desconfianza respecto de este film de Steven Spielberg -con segunda cámara nada menos que de Peter Jackson- porque hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, esa técnica es más bien torpe. Sin embargo, esta Tintín, en lugar de poner el acento en lo que se puede hacer con los chiches digitales -y eso que hay mucha invención técnica en él- se preocupa por los personajes y por retomar tanto el humor amable como el espíritu aventurero de la historieta original. Así, por casi primera vez (Avatar sería el primer caso) la técnica no solo no molesta sino que aparece como única alternativa cinemática a esa mezcla de realismo y fantasía que desplegó Hergé en sus álbumes. La historia es la de la búsqueda de un tesoro y el hallazgo de una amistad notable, la del capitán Haddock y el reportero Tintín (y el maravilloso perro Milú). Las enormes secuencias de acción (cerca del final hay una persecución sin cortes de escena que es asombrosa) funcionan no solo por su fuerza gráfica sino -y sobre todo- porque tememos y gozamos con sus personajes. Es la dimensión humana de la aventura, pues, lo que nos atrae. Más que una golosina, una auténtica demostración de que el gran cine, sea del presupuesto y la tecnología que sea, siempre depende de que haya detrás un gran artista.