Sinfonía animada del desenfreno a dúo.
A contramano del cine infantil actual, el film de Soren es un desquicio en el que sus protagonistas parecen tener el control.
Suele decirse que en Hollywood faltan ideas, que es muy difícil encontrar películas con huellas personales, con el gen de una mirada propia. Parte de razón hay: allí se hace un cine cada vez más despersonalizado y automático, pensado en escritorios, con giros alrededor de un par de mandatos narrativos y formales a los que los creativos se aferran como si sus vidas dependieran de ello. Divertidísima pero agotadora, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es un planchazo a la rodilla de todo ese cine al uso que se estrena semana tras semana, una expresión de osadía que no duda en llevarse puesto todo lo que encuentra y que avanza como una trompa... ¿hacia dónde? Hacia donde pinte, porque al director David Soren (la irregular Turbo) y al guionista Nicholas Stoller (autor del texto de Los Muppets, otro título de inhabitual energía anárquica) lo único que parece interesarles es pensarse a sí mismos como chicos que alguna vez fueron para explorar –y explotar– al máximo las posibilidades de la animación al servicio de la comedia.
Adaptación de una serie de libros infantiles del estadounidense Dav Pilkey, Las aventuras... tiene la forma de un forúnculo de irreverencia en la llanura de las películas infantiles. De ellas parece despreciar todo, incluida la idea base de un relato clásico. Deudora directa de la “ida por las ramas” con microrrelatos de la escuela de Bob Esponja y Padre de familia, lo más parecido a una estructura es un delgadísimo hilo conductor encarnado en las figuras de George y Harold, dos de esos mejores amigos que comparten todo, desde clases en la escuela hasta una pasión por la escritura de historietas de superhéroes. La obra cumbre de la dupla está protagonizada por el Capitán Calzoncillos, un gordiflón llegado de un planeta donde todos viven en ropa interior, que en el papel tiene una forma muy similar al director de la escuela. Escuela que es como una prisión. Hasta nubes salen cuando suena el timbre. A contramano de la idea de replicación perfecta de lo real de Pixar y compañía, con sus fondos perfectamente construidos y ojos cargados de expresividad, la animación aquí es, como el divertimento de los chicos, una mezcla de juego e invención. Los recursos van desde recreaciones de stop motion a marionetas, de imágenes planas que remedan al tradicionalismo del 2D hasta explosiones de colores que hacen lucir la imagen digital. Es una variante enorme de formatos y apariencias de texturas que subraya el carácter cartoonesco de este mundo.
George y Harold no se parecen a las blancas palomitas que impondría el lugar común. Jodones, incitadores del bullying, parlanchines, vagos, chantas, cómplices, mentirosos, no sería de extrañar que una hipotética secuela dentro de diez años los reencuentre con un vínculo muy parecido al de los habituales personajes de Seth Rogen o Jonah Hill, a quienes Stoller dirigió en Buenos vecinos y Get Him to the Geek, respectivamente. No parece casual: como en gran parte de la Nueva Comedia Americana, lo que se cuenta aquí es una historia sobre la amistad masculina. Y es justamente el potencial fin de ese vínculo el que enciende la primera luz de alerta a los chicos, mediante una situación que no tiene ni pies ni cabeza. Salvo, claro, que se trate de una película de reglas cambiantes donde todo puede pasar. Incluso hipnotizar al director para que, chasquidos de dedos mediante, se convierta en el auténtico Capitán Calzoncillos.
Su némesis será un maquiavélico profesor de ciencias que nunca oculta sus intenciones de venganza. Tampoco un acento ridiculísimo que, claro, se perderá en la generalidad del doblaje. El profe es un hombre triste que ha estudiado durante décadas el fenómeno de la risa para entender por qué nada le causa gracia. Que este villano recién entre en acción en la mitad del metraje se debe a que a Soren y Stoller parecen armar el relato en vivo, atendiendo únicamente a los caprichos de George y Harold, como si fueran ellos los verdaderos autores creativos. El resultado es puro desenfreno. El problema con ese desenfreno es que por momentos deviene en descontrol, como cuando un chico rompe todo durante largo rato y el adulto responsable interviene con el caos ya desatado. No le hubiera venido mal a Las aventuras... parar la pelota cada tanto, despegarse de George y Harold para acomodar y reajustar las piezas. O, al menos, limpiar los vidrios rotos... para que los vuelvan a romper.