LOS NIÑOS GANAN
Con los estrenos de Un jefe en pañales y Las aventuras del Capitán Calzoncillos, Dreamworks gana cómodamente la temporada de cine animado mainstream con dos películas que apuestan decididamente a pensar el universo infantil respetando su punto de vista y recurriendo a su lógica fantasiosa e imprevisible. En especial Las aventuras del Capitán Calzoncillos es un film que además de aplicar ese recorrido zigzagueante de manera extrema (casi que la narración, aprovechando la imaginación de sus protagonistas, se va forjando de atajos y decisiones de último momento que llevan al relato por caminos inesperados), profundiza en el sentido más subversivo de la niñez: ese que siente un desprecio inconsciente por el orden y la autoridad, desbaratando segundo a segundo los espacios institucionales aquí representados por la aburrida y monótona escuela.
La película de David Soren, escrita por el gran Nicholas Stoller -basándose a su vez en las novelas de Dav Pilkey-, avanza sobre unos de los tópicos fundantes de la comedia norteamericana contemporánea, esa que Stoller conoce de memoria: la amistad masculina. Ese concepto aquí es expuesto en su etapa germinal ya que los protagonistas son dos niños que van a la escuela primaria y que utilizan su enorme nivel de imaginación para hacer bromas pesadísimas y producir cómics de superhéroes totalmente ridículos: su personaje es el Capitán Calzoncillos del título, un hombre gordo y calvo con poderes, que viste exclusivamente una capa y un calzoncillo de algodón. De hecho, tener una cantidad infinita de calzoncillos es uno de sus poderes. No sería alocado pensar este film como una versión animada e infantil de las comedias que Stoller ha realizado con Seth Rogen, Jonah Hill o Jason Segel. El primer nivel del relato es específicamente ese mundo de amigos, construido en base a códigos e intereses comunes, y muy especialmente a un humor que podríamos definir de tocador, con referencias constantes a pedos, eructos, vómitos y demás versiones que incluyan fluidos corporales. Las aventuras del Capitán Calzoncillos explota esa textura deliberadamente e, incluso, autoconscientemente: “es la expresión más baja de la comedia”, dirá un personaje en determinado momento.
Pero hay otro nivel que la película explora y que se define bien avanzada la trama y cuando entra en escena un villano totalmente ridículo, digno exponente del universo del Austin Powers de Mike Myers: y ese nivel está representado por la comedia, el humor, la capacidad de reírse como uno de los atributos fundantes de la infancia. Desde Las aventuras del Capitán Calzoncillos, desde las posibilidades que habilita la animación, es que Stoller se permite la hipérbole del humor escatológico, muchas veces discutida y cuestionada en sus comedias para adultos. Que el film de Dreamworks respete como pocos la lógica de los niños es por un lado una forma de honestidad hacia su público potencial, pero es además una manera de reflexionar sobre la constitución del humor y la depuración que hacemos cuando adultos. La película invita -y es un festival audiovisual en ese sentido- a despojarnos de los prejuicios y a disfrutar, suspendiendo en el camino la búsqueda de enseñanzas y entregándonos al juego desenfrenadamente.
Si bien es cierto que George y Harold aprenden un poco que sus bromas pueden tener límites, es una enseñanza menor en el marco de un relato anárquico y donde la escuela es demolida, casi literalmente. Si bien no alcanza el huelo formal y teórico de Un jefe en pañales (tampoco lo busca, dada su constante apelación a lo grosero) y puede que su ritmo resulte por momentos un tanto agotador, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es tal vez una de las películas animadas del mainstream norteamericano reciente que mejor sabe incluir a los adultos en el universo infantil que propone. Porque no lo hace en base a excesivos guiños pop, ni a rebuscados conflictos o emociones, ni a un refinamiento cinematográfico (más allá de recurrir en determinados segmentos a diferentes formas de la animación), sino básicamente en permitirle al adulto el derecho, en la oscuridad de la sala, de volver a reírse con lo más básico, prosaico, bochornoso e irreverente.