El cine de Alex De La Iglesia siempre ha tenido fervientes partidarios y furibundos detractores. No es algo nuevo, precisamente: es algo común cuando uno pertenece a esa raza de cineastas personales, libres y con un reconocible universo propio que ha alcanzado el suficiente estatus como para hacer básicamente lo que le dé la gana sin atender a poco más que lo que le pide la víscera. Y digamos que la víscera de Alex de la Iglesia está bastante inflamada en los últimos años como sabe bien quien viera en su momento Balada Triste de Trompeta. Los que nos sentamos en el Principal a la espera de ver Las Brujas de Zugarramurdi sabíamos que íbamos a estar delante de una nueva comedia frenética, brillante y excesiva. Y el realizador vasco no solo respondió a las expectativas sino que las desbordó. Por los dos lados.
Digámoslo claro: Las Brujas de Zugarramurdi es un desmadre. Pero resulta irresistible de puro delirante. La historia de estos tipos que atracan un Compro Oro vestidos como estatuas vivientes, secuestran un taxi para ir al norte y se topan con unas brujas vascas con poderes que pretenden despertar a su diosa para sojuzgar a la Humanidad es algo que resulta incluso difícil de escribir para cualquier cronista desde la sinopsis. No digamos ya entrar a analizarlo. El mejor consejo que se le puede dar al futuro espectador que quiera disfrutar de la gozosa celebración de lo freak que ha parido De La Iglesia es que deje los prejuicios en la puerta del cine. Porque si no lo va a pasar ciertamente mal. Dicho esto, servidor es que ya desde los tiempos de Acción Mutante y El Día de la Bestia...