Hechiceras de andar por casa
Tras la subvalorada por el público y la crítica española La chispa de la vida (todavía pendiente de estreno en Argentina) el director vasco Álex de la Iglesia vuelve al terreno de la superproducción hispana al estilo mainstream hollywoodiense con Las brujas de Zugarramurdi -título local para Las brujas-, un híbrido de géneros que se mueve con mayor o menor fortuna entre la comedia, el cine de acción y el fantástico, en una mezcla tan estimulante como finalmente insatisfactoria.
La película nos cuenta la peripecia de dos atracadores de poca monta, quienes en su precipitada huida junto al hijo de uno de ellos y un taxista y su cliente van a dar con sus huesos en un misterioso pueblo repleto de brujas y demonios varios. Sin duda, lo mejor de la función lo hallamos en el transcurrir de la primera media hora de metraje, aquella en la que los héroes asaltan una oficina de compraventa de oro situada en mitad de la Plaza del Sol de Madrid (uno de los lugares más conocidos y céntricos de la capital de España). Cuando son descubiertos por la policía deben poner pies en polvorosa y salir pitando con el botín.
El momento es trepidante y tremendamente divertido, con una persecución que casi hace palidecer aquella carrera mítica de Los hermanos caradura (The Blues Brothers, 1980) donde se destrozaban una cantidad incontable de coches de policía. El brío y ritmo de esta escena garantiza el disfrute y el placer de estar contemplando una escena de acción bien rodada y con una puesta en escena exquisita que raya a gran altura.
La pena es que el frenetismo de los diálogos punzantes y certeros y la acción desopilante se vaya diluyendo de manera paulatina con el paso de los minutos, y sea sustituida por otras escenas de cadencia más apelmazada que embarran el buen hacer de lo explicado hasta entonces. Cuando lo esotérico y lo paranormal hagan acto de presencia en la figura de esas brujas hambrientas de venganza y carne humana todo se volverá demasiado convencional y repetitivo. Es entonces cuando descubrimos al De la Iglesia de trazo más grueso y menos inspirado.
El exceso y lo abrupto se apoderan de un relato que hubiera necesitado más reposo y sobre todo mucho más cariño por sus personajes, a los que abandona a su suerte en un sinsentido sonrojante de calamitosos efectos especiales.
Todo acaba convertido en un tobogán de idas y venidas donde ya no importa el poso de la eterna lucha de sexos, tan bien cimentado en un principio mediante brillantes diálogos que mutan de la mañana a la noche en gritos y gruñidos convulsivos. El cineasta trata de embelesar a su audiencia mediante mecanismos de entretenimiento vacuo y un folklore rancio que no le pega para nada. Con todo y con esto, algunos gags aislados sobresalen entre tanta ampulosidad (impecable el del pasajero que insiste en que le lleven a Badajoz y que va siendo mutilado a medida que avanza el metraje.).
Pero en definitiva, resulta poco bagaje para un proyecto de grandes dimensiones y mayores pretensiones que reúne a un elenco actoral de lujo (Mario Casas, Hugo Silva, Carolina Bang, Carmen Maura o Terele Pávez son auténticas estrellas de nuestra cinematografía patria) para desaprovecharlo en la mayoría de los casos al primar el esperpento y el espectáculo desmembrado y enloquecido.