Hombres, a la hoguera
Después de Balada triste de trompeta y La chispa de la vida, se extrañaba el Álex de la Iglesia desaforado, despiadadamente humorístico y atento al relato más que a la redundancia de las metáforas. Las brujas es la película en la que el director vasco pone manos a la obra y hace lo que mejor le sale: tomar un género, retorcerlo, desvirtuarlo y ponerlo al servicio del estilo que popularizó con El día de la bestia.
Los primeros minutos de Las brujas son disparos de una comedia perfecta. En el centro de Madrid, un hombre, desocupado y en medio de un divorcio complicado, no tiene mejor idea que disfrazarse de estatua viviente de Cristo y asaltar una casa de venta de oro. El atraco está orquestado junto a otros desempleados cuya estrategia es pasar inadvertidos de la manera más obvia, vestidos como simpáticos personajes para niños. Junto a sus secuaces de peluche (el Bob Esponja armado hasta los dientes, imperdible) está su pequeño hijo. Pero la policía los intercepta y, en la huida, José (Hugo Silva), escapa junto a un colega, un taxista y el niño a refugiarse en un pueblo en la frontera con Francia. No es un pueblo cualquiera, sino uno en el que las brujas, como amazonas con berrugas, forman un matriarcado tirano (encabezado por Carmen Maura).
A partir de ese momento, la comedia negra se sube a un tren fantasma y se inserta en un aquelarre absurdo en el que las brujas (encabezadas por Carmen Maura) persiguen a estos hombres, que les temen tanto a ellas como a sus propias esposas. De la Iglesia explota entonces un código masculino, propio de un asado de amigos, en el que la guerra de los sexos se convierte en una marmita en ebullición. Las víctimas, claro, son los varones.
Es entonces cuando ese primer impacto del filme decae. Y no porque sea necesario señalar con el dedo al grito de "¡misoginia!" (hombres y mujeres son parodiados por igual), sino porque la historia se explaya en esas diferencias (con algunos chistes de los que ya no nos reímos hace rato), se acumulan varios personajes prescindibles y se extiende en un desenlace épico, extenso y barroco. Así y todo, Las brujas regresa a las mejores marcas del director, a ese sincretismo religioso-pagano-bizarro, y es generosa para hacer reír. Cosa que en las salas de cine ha escaceado en los últimos meses. Un dato para los seguidores de De la Iglesia: dos de sus actores predilectos, Santiago Segura y Carlos Areces, aportan mínimos pero imperdibles gags.