La estructura es conocida (aunque no por ello menos atípica) y, como en tantos otros casos, resulta un arma de doble filo: primer mitad de la película en un tono, segunda mitad en otro completamente distinto. Hitchcock hizo gala de sus dotes de maestro del suspenso y lo inesperado al matar a su aparente protagonista en la mitad de la película durante su gran Psicósis, y el mundo entero aplaudió su hazaña. Muchísimo tiempo después, Robert Rodríguez, lejos (lejísimo) del pulso del Maestro pegó un giro de 180 grados al convertir una historia de robos en formato road movie en una de vampiros sangrientos con absurdas dósis de gore. No se puede decir que aplaudió todo el mundo, pero igual se le festejó la hazaña, muy divertida aunque vacía de contenido, y dos secuelas mediocres arruinaron la originalidad. Ahora Alex de la Iglesia incursiona en este formato split-script y el resultado es un tanto más ambiguo: la primera mitad es gran hallazgo (visual, narrativo, estilístico y de montaje), y la segunda es un derrape total hacia las convenciones más básicas del género (sustituir vampiros por brujas y todo dicho) y chistes fáciles que bordean la misoginia. ¿La defensa? Sí, las mujeres son malas pero los hombres son unos idiotas. Alex de la Iglesia dice ser un misántropo y eso explica mucho, claro, aunque otros misántropos (hermanos Coen, por citar ejemplos contemporáneos) también se han expresado mejor, más parejo, y hasta sin necesidad de aclararlo.
Las Brujas... comienza con la historia de José (enorme trabajo de Hugo Silva) y Tony (Mario Casas) que, junto con una banda de criminales encubiertos gracias a disfraces que van desde Bob Esponja hasta hombres invisibles callejeros, deciden asaltar una joyería. Lo hacen, y cuando todo parece ir bien, algo en el plan falla y se ven obligados a escapar en taxi de la policía. El ritmo vertiginoso manejado con notable gracia por parte del director de La Comunidad y 800 Balas, entre otras, no sólo merece un aplauso sino que, cuarenta minutos después en la trama de la película, hacen que el espectador se pregunte porqué las cosas no podían seguir así. Para ser justos, hasta el momento en que aparecen gradualmente las primeras brujas (destacable Carmen Maura, entre ellas), el clima de terror de pueblo fantasma resulta también súmamente interesante. Para ser bien específico, si uno se encargase de diseccionar la nueva película de Alex de la Iglesia, se podría decir que el problema aparece a tres cuartos de finalizado el film o, sencillamente, en la mitad del desarrollo del segundo y posterior tercer acto. O, una forma más sencilla de explicar todo lo que termina aquí fallando, es diciendo que el director no ha podido superar otras historias inconclusas como Crimen Ferpecto o Los Crímenes de Oxford. Un mal síntoma que parece no poder sacarse de encima el realizador de cada vez más lejanas joyitas como El Día de la Bestia o Muertos de Risa (notable excepción la incomprendida, mea culpa inclusive a cargo de quien escribe estas líneas, Balada Triste de Trompeta).