Para aquellos cínicos que descreen del poder catártico del cine, Las buenas intenciones es un ejemplo contundente de cómo una historia real marcada por la tragedia puede transformarse en un hecho artístico dominado por la sensibilidad, el lirismo y el amor. Lo mejor de la ópera prima de García Blaya es que ha logrado transformar el dolor en belleza.
Gustavo (Javier Drolas) es un hombre divorciado y padre de tres hijos, que no es precisamente un dechado de responsabilidad. Con su amigo Néstor (Sebastián Arzeno) manejan una disquería (estamos en la década del 90), aunque los números no cierran. Su exesposa (Jazmín Stuart) tiene nueva pareja (Juan Minujín), pero se la pasa quejándose por las constantes impuntualidades e incumplimientos económicos de Gustavo, un típico slacker de caótico hogar y más afecto a las trasnochadas, los romances casuales, el fútbol, manejar su Torino y fumar marihuana que a dedicarse a su familia. Cuando Cecilia le informa que va a radicarse con su novio y los tres chicos en Paraguay, Gustavo lo acepta con una mezcla de enojo, tristeza y finalmente resignación. Sin embargo, Amanda (Amanda Minujín), la mayor de los hermanos, está decidida a quedarse con él.
Las buenas intenciones es una tragicomedia sobre la relación padre-hija, una película sobre el amor por la música (hay algo del universo del Nick Hornby), una carta de amor a los padres torpes y un ensayo sensible y por momentos conmovedor sobre el sacrificio, la pérdida y la reconciliación.