"Las buenas intenciones", o la emoción genuina
Lejos de la solemnidad, el costumbrismo y la exploración etnográfica que acechan en cada esquina del cine argentino, el film que ya pasó por Toronto, San Sebastián y Mar del Plata no parece una ficción sino el recorte del fragmento de una vida.
La cámara muestra planos fijos de un casete de Los Abuelos de la Nada, una guitarra eléctrica, una botella de cerveza abierta y varios colchones en el piso donde duermen despatarrados tres hermanos. Ni bien se despierta, la mayor, Amanda, lava los platos y vasos acumulados en la cocina desde la noche anterior. Pero no se vislumbra enojo ni tristeza, más bien una alegre aceptación del rol que le toca en la dinámica dominguera de la casa paterna. De aceptar y aceptarse habla Las buenas intenciones, como así también de los vínculos filiales, de ese camino siempre pedregoso que es crecer (o madurar, debería decirse), de los legados y mandatos familiares y del peso de las decisiones tomadas aun contra la voluntad de los implicados. La ópera prima de Ana García Blaya, entonces, como una película que habla casi sin parar, que dice bastante más que lo que la simpleza de sus recursos haría suponer. Y que apuesta por algo que el 99 por ciento del cine argentino desprecia: la emoción genuina.
Con pasos previos por los festivales de Toronto, San Sebastián y Mar del Plata, Las buenas intenciones es la película nacional más emotiva en mucho, muchísimo tiempo. Esas ganas de moverle el corazón -antes que el cerebro- al espectador hacen de ella una bienvenida excepciónen una cinematografía que suele abrazar la solemnidad, el costumbrismo, el rigor y la exploración etnográfica. Pero García Blaya rehúye a la fórmula del cine “emotivo”, aquel que apela a la música como elemento subrayado, a los primeros planos de rostros compungidos y a los diálogos altisonantes. La directora no arranca lágrimas; se las gana, las vuelve consecuencia inevitable de un relato que por su tersura, naturalidad y fluidez –en gran parte gracias a un manejo magistral de las elipsis– no parece una ficción sino el recorte del fragmento de una vida.
Las buenas intenciones opera igual que el cine de Richard Linklater; esto es, encontrando lo extraordinario en lo cotidiano, lo universal en una experiencia íntima y personal, en este caso lo vivido en el núcleo familiar de la directora a principios de los '90. Aquellos años de incipiente crisis económica ponen a unos padres separados contra la espada y la pared. En especial a la madre (Jazmín Stuart), que decide que lo mejor para ella y sus tres hijos es mudarse a Asunción del Paraguay con su nueva pareja (Juan Minujín). Un escenario nada fácil para los chicos y Gustavo, ese padre y exmarido (Javier Drolas) medio adolescente, dueño de una disquería y amante de sus amigos, la música, River, el porro y el hacer nada, casi una versión argenta del personaje de Ethan Hawke en Boyhood, de -otra vez- Linklater. Desde ya que este hombre no se lleva muy bien con los horarios ni las obligaciones, pero es evidente que, a su extraña y sandleriana manera, quiere y cuida a sus hijos con devoción. En especial a la mayor y alter ego ficticio de la realizadora, Amanda (una Amanda Minujín extraordinaria, que actúa con los ojos), de 11 años pero con el aplomo, la madurez y la capacidad resolutiva de una adulta.
La directora ha reconocido que los orígenes de su ópera prima se remontan a un taller que hizo con el guionista Pablo Solarz una década atrás, un par de años después de la muerte de su padre Javier. ¿Película de expiación familiar? Nada más alejado. García Blaya no hace de Las buenas intenciones una sesión de diván ni tampoco reparte culpas o responsabilidades. Pero el uso de grabaciones caseras en VHS (algunas originales, con la familia "real"; otras rodadas con los actores) intercaladas magistralmente en la ficción -hay una elipsis de unas vacaciones resuelta de esta manera- muestra que tampoco le interesa esconder los orígenes autobiográficos. De esa mixtura surge una mirada que explora con notable sensibilidad y empatía un vínculo entre Amanda y el padre que trasciende lo sanguíneo.
Ambos comparten el amor por la pizza comprada –recordar que son los ’90, furor del delivery- y la música, lo que da pie a una banda sonora tan exquisita como pertinente que abarca desde Los Violadores y Flema hasta Charly García (Alta fidelidad, de Stephen Frears, es otro título que dialoga directamente con éste) y varios temas compuestos por la banda del papá de la directora. Coming of agemelómano y melancólico, Las buenas intenciones aumenta su emotividad a medida que se acerque el viaje. Un viaje que podrá ser muchas cosas, pero no una partida definitiva. Es muy probable que allí aflojen esas lágrimas que la película se ganó con las armas más nobles y genuinas del cine.