Las buenas intenciones

Crítica de Gabriel Piquet - Fancinema

CONSTRUIR LA EMPATÍA

Una película simple es a veces mucho mejor que una película con pretensiones que quieren dejar mensaje, palabra usada hasta el hartazgo cuando hay que justificar cierto cine. Las buenas intenciones, ópera prima de Ana García Blaya, es extremadamente simple en su construcción, pero tan conmovedora que uno empatiza por todos los lados posibles sin necesidad de subrayar todo lo que nos va mostrando a medida que avanza.

El film aborda la historia de tres niños y sus padres divorciados contando con una trama de ficción que también utiliza fragmentos de videos caseros de la realizadora (aunque algunos están ficcionalizados). La relación de la hija mayor de la pareja con su padre es como un hilo conductor. Los demás personajes, que son los otros dos hermanos, la madre y su nueva pareja, más los amigos del padre, terminan de darle forma para que este relato personal de la directora (un homenaje al padre y su banda de música) adquiera un carácter universal.

Todo el elenco está muy bien, aunque Javier Drolas y Amanda Minujín tienen timing para hacer pensar que son padre e hija en la vida real. El título puede remitir a todo lo que uno puede poner de su parte para tratar de cambiar algo, aunque sepa que eso nunca pasará. Es decir, esa terquedad inherente a todo ser humano que muchas veces queda explícita en los vínculos más íntimos y personales.

Eso queda reflejado en una escena conmovedora entre el padre y su hija mayor en la que tratan de convencerse de que es mejor que cada uno siga por su cuenta. La niña se tendrá que ir a vivir con la madre y los hermanos a otro país aunque haya hecho todo lo que tuvo al alcance para quedarse con el padre. Y es precisamente el padre quien le dice que ya volverán a juntarse cuando termine la escuela primaria, sabiendo que no cambiará su forma de ser por más que le prometa cosas. La sensibilidad que exhibe García Blaya para narrar esto la posiciona como una cineasta a tener en cuenta a futuro.