Gustavo es un treintañero como tantos otros: eterno adolescente, vive en el desorden, se alimenta a base de fideos y pizza comprada, picotea amoríos descomprometidos y tiene un trabajo poco exigente en una disquería, que le permite tocar en su banda, jugar al fútbol o estar de fiesta cuando se le canta. El pequeño detalle es que está separado y tiene tres hijos.
Con llamativa sensibilidad, Las buenas intenciones registra esa dinámica familiar: la de un tiro al aire a cargo, algunos fines de semana, de tres chicos en edad de ir a la primaria. Sorpresa: a pesar de tener todo para ser un desastre, Gustavo es un buen padre. Cuenta como aliada con Amanda, la clásica hija mayor obligada por las circunstancias a una madurez prematura.
Desde la dedicatoria (“a mi papá y a mi mamá”) queda en claro que la opera prima de Ana García Blaya es autobiográfica. Un dato que en este caso es fundamental, porque explica esas filmaciones caseras reales -que se mezclan con otras recreadas- que terminan de darle un nivel de verdad asombroso a esta historia de crecimiento.
Ese elemento, si se quiere, "documental", completa una pintura emocional notable. En un elenco con muy buenas actuaciones -algo difícil de conseguir, y más cuando de niños se trata- se destaca sobre todo Amanda Minujín (hija del actor Juan) como la nena/tutora de sus hermanos y Javier Drolas como el padre informal.
El telón de fondo de sus andanzas es una época que, con austeros elementos, está eficazmente reconstruida: la de principios de los ’90, cuando aún existían disquerías que grababan casetes piratas y el país despertaba a puro trauma económico de la primavera alfonsinista.
Esos cuatro personajes conmovedores viven en un paraíso imperfecto, construido a su medida, que está a punto de terminarse para siempre. García Blaya logró elaborar su historia personal de la mejor manera: transformándola en una película conmovedora.