Después de competir en los Festivales de Toronto, San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata, se estrena Las buenas intenciones, ópera prima de Ana García Blaya, que narra los recuerdos de la infancia de la realizadora. Una notable reconstrucción del espíritu de los años 90.
Fue una época de transición, pero que dejó marcada a toda una generación. Primavera del ´93. Todavía no sabíamos cuáles iban a ser los alcances del teléfono celular. Incluso, muchos todavía no tenían teléfonos en sus casas. En las disquerías se vendían LP y cassettes. El CD recién aparecía. Internet era un término desconocido y si alguien quería hacer un compilado de canciones, se hacían a través de una doble grabadora, o se grababa el tema desde la radio a una cassetera. El VHS atesoraba los recuerdos familiares.
De este espíritu nostálgico, melancólico, pero sin caer en golpes bajos, al contrario, siempre buscando el perfil más divertido, se nutre Las buenas intenciones. Ana García Blaya transporta los recuerdos junto a su padre a la pantalla grande, a través de los ojos de Amanda –revelación Amanda Minujín- una joven preadolescente que es testigo de la desordenada vida de Gustavo, su padre, el líder de una ex banda de rock under, que ahora sobrevive de las ventas de una disquería que atiende su tío.
El film describe casi el día a día de esta convivencia, donde los hijos son más maduros que los padres. La tensión que vive Gustavo con su ex esposa es descripta con humor y picardía. García Blaya evita villanizar a la figura del progenitor, cargándolo de ironía y ternura en partes iguales. Un inadaptado querible.
Javier Drolas logra una interpretación sutil, con matices, pero empática de este adorable bohemio. El quiebre de la narración sucede cuando la madre de Amanda – Jazmín Stuart – y su marido – cameo de Juan Minujin, padre de las actrices infantiles – deciden mudarse.
García Blaya pone énfasis en la independencia intelectual de los menores, el poder de tomar decisiones, de elegir su futuro, sin importar cuál es el mejor destino posible. De ahí el título del film. Cuánto valen las intenciones en la infancia. Cuanto se valora el esfuerzo y el cariño, dentro de una familia fragmentada.
La directora no juzga a sus personajes. Los describe de la forma más genuinamente simpática y salvaje posible, sin dobles discursos.
La reconstrucción de época no está solo en la dirección de arte o vestuario, sino en la fotografía, el montaje, los diálogos y sobretodo la música, que es la que le da el ritmo preciso a la narración. Las secuencias y elipsis temporales están separadas por recuerdos grabados con cámara analógica, algunos reales con los verdaderos personajes, otros son recreaciones tan precisas que cuesta distinguir una de otra.
Es cierto, qué en sus pretensiones de generar un relato honesto y transparente, simple y directo, falta algo de profundidad. Las conclusiones y reflexiones no son servidas en bandeja, quedarán en el espectador.
Hay sensibilidad y verdad en toda la narración. Poder convertir en comedia los recuerdos más dramáticos y duros es un verdadero mérito, y la directora con un guion preciso e interpretaciones convincentes, verosímiles, orgánicas, genera que el espectador no solamente se adentre en el conflicto familiar del que es testigo en esta ficcionalización, sino que también logre interpelar con su propio pasado, su propia historia, sus propias emociones.
Las buenas intenciones augura un gran futuro para Ana García Blaya, que logra evocar sus memorias y sensaciones más íntimas, y llevarlas a la pantalla con herramientas cinematográficas y solidez narrativa. A veces, las mejores intenciones generan resultados a la altura de la expectativas, y este es uno de esos casos.