Cuando una realizadora debuta en la realización con una propuesta como Las buenas intenciones, con la solidez y seguridad que se desprende de cada plano y escena, sabemos que estamos frente a una propuesta que marcará el inicio de un largo y próspero camino en la narración.
A partir de una historia personal, Ana García Blaya desarrolla una película que trasciende el racconto y el self made history, ubicando la película dentro de un panorama mucho más amplio que posibilita la universalidad de su propuesta.
Apelando a recuerdos, utilizando viejas grabaciones en VHS y contando con un elenco a la altura de las circunstancias, García Blaya se permite jugar con su historia, con sus recuerdos, dolores, anécdotas y con el profundo amor que tiene y tuvo por sus padres.
Hoy esta mujer mira hacia atrás para relatar un mensaje de esperanza, de resistencia, de rebeldía, de identidad construida desde canciones, portazos, abrazos negados, caricias, mentiras, secretos, cuidados, mandatos y música.
El elenco se presta a la historia con verosimilitud y naturalidad, sobresaliendo Amanda Minujín como la joven Ana, con una precisión en cada escenas que sorprende por su compromiso y oficio.
Un debut bello, que se enraíza con la mejor tradición de narraciones personales y que en la apuesta a despojarse de miedos y titubeos encuentra un pulso y un tempo que dinamizan y hacen a la vez entrañable su propuesta.