La soledad es la primera acompañante del cinéfilo. María Álvarez seguro sabe de eso y en esta película habla de la soledad y de la cinefilia en términos enormes, si hasta reinventa topográficamente a esta última reemplazando dos de sus grafemas (y lo mejor es que deja el tilde en la e, toda una declaración de principios).Con la soledad, aunque ya no se mete en la morfología de la palabra, Álvarez hace algo similar: en esta película convierte el compasivo preconcepto de la “solitaria viejita” en el de una aventurera que sale todos los días a recorrer historias en oscuridades donde elige estar sola.
Es que en Las Cinéphilas nos presentan a seis ancianas: las españolas Paloma y Chelo, las uruguayas Lucía y Leopoldina (española-uruguaya, en realidad), y las argentinas Estela y Norma. Las seis amantes, del cine.Las seis, perseguidoras de películas. Las seis, ávidas asistentes a centros culturales, filmotecas, cinematecas y lugares donde –según Chelo- están las “descuajeringadas: solteras, viudas, solas, divorciadas, separadas… y todas muy mal humoradas”. Sí, estas seis mujeres viven solas y varias de ellas admiten “no tener a nadie”, pero aunque esta película aborda esa soledad, también la excede. Porque la única que importa aquí es la soledad cinéfila, esa hermosa soledad que sentimos –y buscamos- en la sala de cine. Allí, a oscuras y rodeados de personas, hay algo que nos hace sentir especialmente solos. Y nos encanta. Y nos aterra. Entonces llega esa suerte de escalofrío que nos invade el segundo antes de que empiece una película y quedemos obnubilados frente a una pantalla de luces y sombras que siempre nos recuerda lo glorioso que es estar solos aun rodeados de gente.
Es que hay algo en el ambiente de esas oscuras salas que nos hace sentir también únicos. En Las Cinéphilas Álvarez retrata ese momento en una hermosa escena donde el silencio y la oscuridad (que en una sala de cine son siempre sonido y luces) iluminan la unicidad del rostro de quien mira como si estuviera solo: allí están, iluminadas por la pantalla, cada una de estas seis mujeres convirtiéndose en la encarnación de aquella ansiada soledad cinéfila que nace para morir, pero que es constitutiva de cualquier cinefilia.
Aquí, la cámara de Álvarez es respetuosa pero, a la vez, muy curiosa (la escena en que Leopoldina espera a su cuidadora en la puerta del cine es un claro ejemplo de ello). La directora consigue que estas mujeres nos muestren, y que sus entornos nos muestren, una historia. Todo este documental funciona así: bajo la firme huella de una cineasta que -como en el título de este, su primer largometraje-simultáneamente esconde y destapa su presencia.
Álvarez nos presenta a estas mujeres y nos presenta su cinefilia, pero además nos presenta sus vidas, sus casas, sus formas. Y nos presenta, claro, sus citas con el cine. Porque para ninguna de ellas ir al cine es menos que un evento: lo planifican, lo piensan, lo mapean, lo celebran. Algunas (Lucía y Chelo) se emperifollan como para encontrarse con un amor: su forma de arreglarse para ir al cine tiene que ver con la edad de estas mujeres y con la época en que fueron jóvenes, pero también con esa soledad a la que uno engalana (porque la combate y la festeja a la vez) cuando va al cine. De hecho, todas ellas van solas al cine (incluso Leopoldina, la más anciana de ellas y quien tiene cuidadora, va sola). Y tanto importa esa soledad que la directora nos muestra cómo Paloma y Chelo están juntas en la cafetería esperando que empiece la película, pero después se separan al entrar a la sala. Ellas eligen sentarse aparte. Y Álvarez, luego de mostrarlas tomando café y charlando a las risas, se encarga de mostrarlas así: sentadas no al lado, sino una en la butaca de adelante de la otra. Ahí está, la soledad y el cinéfilo abrazándose en la experiencia colectiva que nos regala respetuosamente (cuando no hay pochoclos) la sala de cine.
Pero Las cinéphilas también traza una línea más baziniana, esa que tiene que ver con el cine como tesorero del tiempo y, entonces, del recuerdo. Hay una escena en que Lucía (el más grandioso de los seis personajes de este relato), la esposa de Jeremy Irons, aquella que charló con Woody Allen acerca de un cuadro de Klimt, dice que, gracias a la película, ahora está en paz con la muerte. “Gracias a ustedes (…) quedo viva”, le dice Lucía a la directora, como exaltada por la idea de trascender el tiempo. Y todas ellas, las seis mujeres de esta película, van al cine no a pasar el tiempo sino, por el contrario, para apropiarse de él y detenerlo.
Y entonces yo pienso en Coco, esa maravilla de Lee Unkrich y de Pixar que nos habla del folclore mexicano, ese que endiosa al recuerdo y lo propone como motor del tiempo de los muertos. En Coco, la música sostiene el recuerdo. En Las Cinéphilas, el cine sostiene el recuerdo. En ambas la soledad (la de morir, la de ir al cine) es la piedra sobre la que se construye toda una sobrevida.