HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO
Hay películas que no sabemos bien de dónde vienen. Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se estrenó en Francia a mediados del año pasado. Tal vez haya sido filmada durante el inicio del covid, pero felizmente no se ven barbijos ni ningún otro de los signos detestables asociados a la vigilancia y el control. La historia transcurre en el presente: los personajes trabajan en computadoras y hasta se discute la idea de una app de citas que empareje a los usuarios de forma azarosa, pero casi nunca se ve a los personajes hablando por celular o mandando mensajes (salvo una escena, en la que uno de los protagonistas se comunica con su amante por chat sin importarle que su esposa esté a su lado; es un momento de degradación para los dos). Hay un motivo que acompaña la estructura recursiva de la película: en algún momento, siempre movido por algún malestar amoroso, alguien se despierta en medio de la noche y se fija la hora: todos agarran un reloj de pulsera ubicado en la mesita de luz, casi siempre al lado de un libro.
¿De dónde viene, entonces, Las cosas que decimos…? El mundo de la película de Emmanuel Mouret se parece ciertamente al nuestro, pero sus reglas son las de la ficción romántica, linaje que puede rastrearse por lo menos hasta el siglo XVIII y que, más cerca de nosotros, continuaron Truffaut, Rohmer, Linklater o Hong Sang-soo. Hay muchas formas de hablar y de sufrir por amor, pero Mouret prefiere un modelo vital en el que los personajes cuentan con el tiempo y los recursos para dedicarse a reflexionar sobre sus estados de ánimo y a explicárselos a los demás. Como los peripatéticos, y como Linklater, Mouret tiene predilección por el movimiento: toda vez que puede el hombre pone a sus personajes a discutir y a filosofar sobre sus fracasos y conquistas mientras pasean, miran el paisaje o preparan la cena. Cada uno sobrelleva a su manera el camino: Maxime con la intranquilidad de un hombre que se sabe sin atributos, Daphné con la placidez del silencio y espera, y Gaspard con la agitación propia del ansioso que nunca se queda quieto.
El director dispone una estructura repetitiva que funciona musicalmente, como un leitmotiv que va pasando de historia en historia. Todos los personajes, en algún momento, se sienten atraídos por alguien que no es su pareja y que está, a su vez, en una relación. La angustia, la inseguridad y el deseo son el testigo que pasa de mano en mano, como si el relato se cifrara en la observación de las reacciones de los protagonistas ante un mismo estímulo. Hay una idea que, cerca de la mitad de la película, trata de explicar ese funcionamiento: es la teoría mimética de René Girard, que sostiene que casi todo, el amor o la violencia, se activan mediante la imitación del deseo y los planes de los demás. Como Resnais en Mi tío de América, Mouret también entrega la clave de su historia a una teoría científica sobre los afectos y el comportamiento. Pero a diferencia de Resnais, que en esa película oficia de entomólogo severo, Mouret no aplasta a sus personajes bajo un dogma intelectual, e inviste a uno de ellos con la capacidad de sacrificarse y de interrumpir el ciclo de las pasiones no correspondidas.
En ningún momento Mouret acude a ninguna forma de realismo o de comentario social, lo suyo es el despliegue de la ficción pura, desengachada de cualquier seña naturalista. Los personajes se desplazan en el plano con un cálculo y una mesura extraordinarias, como si siguieran una coreografía que comunica en todo momento sus movimientos. Las escenas son casi siempre breves y algunas involucran puertas que se abren o se cierran: el efecto es inequívocamente teatral, en el mejor de los sentidos posibles. Para sustraer a sus personajes del apuro del mundo contemporáneo (aunque sin salir de él, sin hacer una película de época), para recordarnos que hubo una literatura y un cine que se dedicaron a escribir y a filmar no solo el deseo sino también la duda, la vacilación y la parálisis, Mouret necesita inventarse formas acorde de mover o situar el cuerpo, de sostener los gestos y de hacerlos reverberar en el plano, de contar las aventuras propias pero también de escucharlas. Y Las cosas que decimos… es también eso, una máquina de producir y contar historias. Mouret sitúa al espectador en la película, lo pone en posición de escucha y le recuerda que el cine y los relatos de amor alguna vez sucedieron en esta la escena primordial donde los enamorados hablan sin apremios de sus dolores, y que el amor, a fin de cuentas, no es tanto un estado extático ni una cumbre pasional como una determinada situación de discurso que solicita tiempo, generosidad y predisposición a la escucha y la contemplación, que filmar las relaciones amorosas implica asumir el vaivén entre las personas y el mundo que supone una cadencia irreductiblemente cinematográfica. Las que decimos… no espera de nosotros nada que no esté dispuesta primero a ofrecernos.