En su capital Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes diseccionaba, de forma metódica y libre, los mecanismos de la pasión romántica, imbricando la creación literaria, la psicología y la filosofía. Entre los conceptos que estructuraban, en orden alfabético, este sintético volumen, destacaban ideas como la “ausencia”, la “angustia”, el “despertar”, la “mortificación”, el “¿por qué?” o el “te quiero”. Todos estos pilares de la experiencia amorosa reaparecen de forma locuaz en las palabras e imágenes de la magnífica Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, en la que el actor y cineasta francés Emmanuel Mouret compone un retrato coral que se adentra en los entresijos de la vida sentimental.
Construida a partir de arrebatos confesionales –unos personajes se van narrando a otros sus peripecias románticas–, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se afianza en el reconocimiento de que el “discurso amoroso” solo puede conjugarse en primera persona, desde ese lugar en el que la realidad se hermana con la mirada subjetiva para abrirse hacia los territorios de la fabulación. Mouret observa, casi siempre desde la distancia, a sus criaturas atravesadas por las flechas de Cupido, y les va dando turno para que se explayen rememorando, con todo lujo de detalle, sus vaivenes sentimentales. Aunque el golpe maestro llega cuando una de las mujeres de la función, engalanada con un imponente moño que recuerda al de la Madeleine/Judy de Vértigo, de Alfred Hitchcock, ofrece al espectador una nueva perspectiva sobre unos acontecimientos ya contemplados bajo la mirada de otro personaje. Así es como circula el amor, en sus múltiples formas, por esta película torrencial, fragmentaria y conmovedora.
A la manera de los cuentos morales de Eric Rohmer, pero con una exuberancia formal que hace pensar en las últimas películas de Alain Resnais y en las mejores de Arnaud Desplechin (en particular, Reyes y reina), Las cosas que decimos, las cosas que hacemos va extendiendo sus tentáculos de planta enredadera por un amplio abanico de odiseas románticas: hay una historia de amor gaseosa, que nace sin previo aviso y que luego se solidifica súbitamente sin pasar por la fase acuosa; también hay una historia intempestiva, que nace en el ojo de un huracán sentimental, anticipando su final aciago; hay breves encuentros fulgurantes y también un sereno viacrucis amoroso en el que el amor se presenta en su pureza más desgarradora: incondicional, generoso, desinteresado.
En el film de Mouret nada se presenta como definitivo o reprochable, y todo emana de situaciones y dilemas con los que no resulta difícil identificarse. Por si hubiese alguna duda de la hondura humanista de la propuesta, aquellos personajes (cinco, en pareja y en trío) que deciden ponerse a ver una película, optan por Francisco, juglar de Dios, de Roberto Rossellini; y La maravillosa aventura de Ernest Bliss, de Alfred Zeisler, una comedia dramática con aires de Capra que convierte a Cary Grant en un ricachón obligado a catar los sinsabores y alegrías del hombre común.
Navegando de forma grácil por algunos de los recovecos más pantanosos de la naturaleza humana, e iluminada musicalmente por piezas clásicas de Chopin, Schubert, Haydn y Enrique Granados, entre otros maestros, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos despliega su trama zigzagueante a golpe de diálogos literarios y una mirada utópica de la vida. De hecho, la película recuerda a las obras del argentino Matías Piñeiro en su modo de esculpir unos personajes a los que solo parecen importarles los sentimientos y la fuerza transfiguradora de la experiencia artística. Todo lo demás resulta accesorio. En sus peripecias emotivas, los personajes hallan todo lo necesario para dar color y sentido a sus vidas. He aquí una película que, también a la manera de Piñeiro, transita de un modo desenvuelto y osado por los diferentes continentes del Planeta Shakespeare, entrecruzando el alegre enrevesamiento de sus comedias con la contundencia melancólica de sus tragedias.
En un pasaje memorable de esta película envolvente, una mujer recuerda un episodio en el que se prometió a si misma entregarse a un hombre si este contestaba al teléfono antes de que sonaran los primeros tres tonos de su llamada. La situación trae a la memoria el sublime final de La edad de la inocencia, de Martin Scorsese (basada en la novela de Edith Wharton), en la que el destino de un hombre se jugaba en la voluntad de una mujer de girarse (o no) y devolverle la mirada. Así se abalanzan los personajes de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos sobre las ironías del destino, la tendencia del ser humano a boicotear su propia fortuna y los milagros de la pasión.