Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es la primera película de Emmanuel Mouret que he visto. Ergo, es imposible ponerla en perspectiva con su filmografía. Pero creo no equivocarme, al revisar las sinopsis y leer críticas de sus películas anteriores, que los temas de este director son, casi exclusivamente, el amor, el deseo y los muchos romances que experimentamos en nuestras vidas.
Sin duda, esos son los ejes por los que transita Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Con ecos de Rohmer y Truffaut – y hasta me atrevería a decir al Woody Allen de Hannah y sus hermanas, en menor medida- es una película que sabe qué es lo que quiere decir y cómo narrarlo. De ahí a que lo logre, eso es otra cosa. Es que una película ambiciosa como esta no puede evitar enfrentarse a obstáculos difíciles de sortear. Y no siempre logra evitarlos.
Todo comienza cuando Daphné (Camélia Jordana), una joven vivaz y curiosa, embarazada de tres meses y pasando sus vacaciones en el campo, recibe como huésped a Maxime (Niels Schneider), aspirante a escritor, un tanto melancólico, y primo de su novio Francois (Vincent Macaigne), quien tuvo que retornar a París para reemplazar a un compañero enfermo. Durante un período de cuatro días impredecibles, mientras esperan el regreso de Francois, Daphné y Maxime empiezan a conocerse, con prisa y sin pausa. Así, comparten historias íntimas acerca de romances pasados – y quizás presentes también- que los acercarán cada vez más.
De esos relatos y de otros por venir, con flashbacks y elipsis varias, surgen otras historias de amor entre los mismo personajes que se entrelazan entre unas y otras, que van y vienen, que se clausuran y vuelven a abrirse, y que asumen, voluntariamente o no, las formas de un zigzag caprichoso pero también muy calculado. Como película coral, está muy bien organizada. Diría que su geometría es prácticamente impecable. Nada fácil de hacer considerando que hay tantas (tal vez demasiadas) voces hablando todo el tiempo, complementándose y eclipsándose. Nadie aquí queda a un costado o desdibujado.
Otro mérito es que consigue que nos identifiquemos con las tribulaciones amorosas de estos personajes que dicen cosas que no coinciden con las cosas que hacen. Todos y todas hemos pasado – o estamos pasando o pasaremos – por situaciones similares, o hasta idénticas. Quizás un tanto exageradas aquí, a propósito, pero en esencia nada puede resultarnos (muy) ajeno. De ahí las sonrisas cómplices que esta comedia romántica agridulce nos provoca.
Es evidente que a Mouret la palabra hablada lo fascina. Casi literalmente, no hay minuto de silencio en todo el metraje. Diálogos cruzados, reflexiones en solitario y enunciados retóricos se suceden unos a otros. A veces, incluso se superponen, tal como lo hacen los distintos romances. Sí, es una estrategia narrativa. Pero no siempre funciona. Y se nota.
Es ahí donde encuentro el problema central: en su verborragia interminable de cosas ya dichas muchas veces. Lamentablemente, nunca no dichas ya que no hay el suficiente espacio para los silencios elocuentes. Todas estas formas del hablar conforman un discurso inteligente con frases inteligentes – quizás demasiado inteligentes – y poco queda que el espectador complete sentidos a su buen saber y entender. No se trata solamente de que hablan mucho (hay directores que han hecho de la palabra hablada el material de obras maestras), sino de cómo hablan.
Entiendo los subtextos, los hay, pero tampoco son muy difíciles de dilucidar. Pero, también es cierto que la explicitación un tanto artificial es una elección narrativa, no un error por parte del director, lo que no significa que no pueda ser un problema. Al menos para mí lo fue. Entiendo el dobles sentidos, es que la obviedad los acompaña. Y llega un punto en el que este modo de la verborragia puede llegar a agotar o a resultar indiferente.
Por otra parte, las interpretaciones son más que loables. Hacen que lo más disparatado sea creíble, que los personajes tengan carnadura, en cambio de ser portavoces de nociones ya conocidas Y, sobre todo, que nos importe lo que les pasa. Si no, no nos identificaríamos y no nos preocuparíamos por ellos. El agudo y contagioso sentido del humor es otro mérito insoslayable que va de la mano de las aventuras y desventuras de los protagonistas de Las cosas que hacemos, las cosas que decimos.
Y sí, el título es muy acertado. Porque analizar y mostrar las contradicciones entre las palabras y las conductas, cuando de amor se trata, es algo que está realmente muy bien resuelto. Y que sea tan lúdico ayuda, y mucho.