Jack: The most intense joy lies not in the having but in the desiring
Joy: You seem different. You look at me properly now
(Ambas citas de Shadowlands)
Con un paisaje marino, William Nicholson advierte en la primera escena que buscará varias perspectivas para contar esta historia inspirada en su vida. Un cenital en movimiento muestra el oleaje sobre las piedras. Cerca de estas, madre (Annette Bening) e hijo (Joe Citro) solían pasear en su infancia. Luego oímos la voz en off del hijo crecido (Josh O’Connor). Y ahí, en un gran plano general, la figura de Bening se ve mínima ante un peñasco y una escalera que parece interminable. Así queda reconocido que aquellos paseos pueriles ignoraban cómo estaba ella en realidad.
Esta firmeza audiovisual permite que la segunda película de Nicholson como director reformule crisis familiares de este subgénero dramático. El realizador inglés decide así sumarse a una tradición con ejemplos como Kramer vs. Kramer (1979), Gente como uno (1980), Secretos y mentiras (1996), Amour (2012) y Manchester by the Sea (2016) donde el deseo está en cómo llevar grupalmente la pérdida.
Y en los guiones escritos por Nicholson a solas, él aborda duplas donde las mujeres son más independientes emocionalmente que los hombres. A estos les corresponde entonces ‘ponerse al día’. Por ejemplo esto se puede decir de Joy y Jack/Clive en Shadowlands, la obra teatral más conocida de Nicholson y dirigida por Richard Attenborough. En ella el famoso escritor C.S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, reconoce la importancia del sufrimiento solo a través de Helen Joy, interpretada por Debra Winger.
A diferencia de esa historia de amor matrimonial; en esta oportunidad, el padre (Bill Nighy) es el que se va y ambos enfrentan la separación a través del hijo. Más allá de las acciones, la diferencia central entre los roles maternos y Grace está finalmente en quienes interpretan sus miradas.
La destreza actoral de Annette Bening endurece en exceso el semblante de su personaje hasta un nivel donde entendemos más las razones de haber sido abandonada que sus reclamos previos y posteriores. A modo de contraejemplo entre las películas mencionadas en el segundo párrafo, la mirada de Mary Tyler Moore en la obra de Redford ejemplifica mejores sutilezas. Cierta ternura e ingenuidad en sus ojos permiten hacer empatía con las incapacidades emocionales del personaje.
Por su parte, excepto en unas pocas tomas de primeros planos, la mirada de Bening impide ponernos de su lado y como su personaje es el que tiene más protagonismo de los tres, se siente un desbalance. Lo que Beth no sabía decir, Moore lo expresó con su cuerpo. A cambio, Grace comunica y demanda comunicación con la misma intensidad que lo hace el cuerpo de la actriz.
Estas decisiones actorales hacen que la obra desacierte varias escenas si bien la química entre los protagonistas y el montaje de Pia Di Ciaula asoman agudezas sobre las dificultades familiares. La escena de la ruptura es ejemplar en este sentido.
Con diez minutos de duración Nicholson sitúa el drama en la cocina. Lo dicho por los personajes y la expresividad actoral se concentra aquí en planos medios y primeros planos. El diseño de vestuario de Suzanne Cave propone que Grace pertenece con vivacidad a su casa mientras el de Edward sugiere estar uniformado de gris por sus comportamientos. Aquí Bening interpreta momentáneamente a su personaje desde la ingenuidad y la indefensión sin victimizarla.
Nighy, a cambio, susurra con firmeza su decisión y su mirada trasluce dolor y arrepentimiento. Esta personalidad y la figura recuerdan al personaje de Sutherland en Gente como uno pero es en la diferencia donde la obra de Nicholson adquiere fuerza.
El enfrentamiento entre Nighy y Bening ocurre en la mañana luego de que Grace vuelve de misa. Sutherland y Moore se sinceran en la semioscuridad de la madrugada. Hablar en la luz del día significa allí mayor madurez aún cuando uno de los personajes haya planificado su ida.
Tales decisiones enfrentan los binomios familia-fe, guerra-paz, piedad-compasión, luz-sombras con la figura del hijo. Es él quien queda para ordenar el desastre sin pretender que lo enmendado quedará igual que el caos original, como quiso Beth y como querríamos todos pretendiendo ser ‘gente común’. O’Connor toma el reto con empatía suficiente para ser el escucha atento de su madre aún frente a su posible suicidio.
Algunas críticas desestimaron la obra por la dificultad de ver algo tan escabrosamente íntimo como si al cine se le permitieran solo ciertas huidas. A pesar de ellas, Las cosas que no te conté le brinda a Nicholson volver tras la cámara para darle aire a la intimidad teatral en la que él tiene más experiencia y hallar en O’Connor un intérprete confiable de sus traumas. Y a nosotros nos permite anhelar escenas domésticas con las que sepamos observar el mundo exterior.