Mélange que no es mezcolanza
La tercera entrega de la saga concebida por C. S. Lewis finalmente se entrega a la aventura, de la mano del director Michael Apted. Y está más cerca de una de piratas que de las justas seudomedievales y fantasías hipercomputadas de las anteriores.
Fueron necesarios cinco años, tres entregas y unos quinientos millones de dólares para que finalmente Las crónicas de Narnia se decidiera a dejar de lado lo suntuario, que hasta ahora la había ocupado –la melcocha de mitologías varias, el aparatoso bestiario digital, las interminables batallas tardocaballerescas, la pesadez del mensaje, aunque algo de esto último sobreviva todavía– para entregarse a lo que de veras importa y varias generaciones de espectadores agradecerán: el noble y viejo arte de la aventura, que aviva los corazones y trae frescura a ahogos de verano. Lo hace lanzándose a la mar, desde siempre territorio privilegiado de deseos y andanzas que ensanchan el horizonte. Más cerca de una de piratas que de aquellas justas seudomedievales y fantasías hipercomputadas, más allá de alguna solemnidad final (culpa del pesado de Aslan, siempre propenso a sermonear), ésta es, sin duda, la primera ocasión en que la amarillenta saga de C. S. Lewis se vuelve disfrutable en cine. Y disfrutar es lo que se busca a la hora de abocarse a una superproducción que interpela, se supone, al niño que aún vive dentro de uno.
Separados circunstancialmente de sus hermanos Susan y Peter, para protegerse de los mismos bombardeos de la Primera Guerra que llovían al comienzo de Peter Pan, Lucy y Edmund Pevensie han sido enviados a casa de unos tíos en el campo. Están a resguardo, pero no del insoportable primo Eustace, que, celoso de su lugar de mimado, les hace la vida imposible. El castigo para el malcriado provendrá del típico cuadro de motivos marinos de su cuarto, que, desbordando aguas demasiado reales, arrastra a los tres párvulos hacia Narnia. Por suerte la flora y fauna de esa tierra de sueños tienden a la mutación, presentándose esta vez libre de nieves eternas y (casi enteramente) de bestias de feria. En lugar de eso, una nave vikinga, un océano inmenso y unos viajeros –entre ellos el Príncipe Caspian, heredero del trono– que deben llegar a una lejana isla, para consumar allí una proeza que restituya el orden perdido. En una fábula esencialmente conservadora (C. S. Lewis, autor de la saga, era católico y monárquico) como ésta, no debería extrañar que ese orden sea el de la antigua nobleza.
Como en anteriores ocasiones, la mélange rige el universo narniano. Mélange de fantasías, que además del solemne león parlante incluye una suerte de minotauro-guerrero, un dragón medieval, una monstruosa serpiente marina –como las de las fantasías precolombinas– y un ratoncito como de dibujo animado, educadísimo y caballeresco. Mélange de geografías, que llevan del mar al de-sierto. Mélange de mitologías, que permite convivir a barcos piratas, realeza protobritánica y maniqueísmo católico: para llegar a las Islas Solitarias, donde debe consumarse la restitución del linaje tronchado, habrá que pasar primero por la Isla Negra, residencia del mismísimo Mal (las simetrías con El señor de los anillos no son casuales: Tolkien y Lewis eran compadres). Dirigida por el multiuso Michael Apted (que va, sin inmutarse, de La hija del minero a OO7, El mundo no basta, pasando por Gorilas en la niebla y Una mujer llamada Nell), una de las virtudes de esta tercera entrega es no hacer de esa mélange una mezcolanza como en las anteriores.
La clave reside en la sobriedad y funcionalidad con que se hacen jugar esos elementos, en beneficio de la narración. Y no al revés: narración al servicio del espectáculo de feria, como sucedía en Narnia 1 y 2. Tendencia expresada en el arcano mágico “Ahora todo es visible”, que por allí se escucha. La opción por la concisión se expresa tanto en la medida utilización de efectos digitales (aunque no falten algunos de esos fuegos artificiales que tanto gustan a la superproducción hollywoodense) como en el uso del 3D (que podría no estar y no cambiaría nada). Producto de esas economías, Narnia 3 dura menos de dos horas, en lugar de las casi dos horas y media de las anteriores. Sin necesidad de sermones (aunque al final venga el melenudo de Aslan y largue uno de esos speeches con la garra levantada, que lo caracterizan), las ideas católicas de la tentación y el pecado, transfiguradas en términos dramáticos, le dan a esta tercera entrega de Narnia una densidad y oscuridad de las que las anteriores carecían.
Tentación como una barrera a traspasar, pecados que no traen culpa: Lucy deberá afrontar la envidia por su hermana, mientras lo que acosa a Edmund es la sed de poder (otro paralelo con El señor de los anillos). Otra loable adición es el personaje de Eustace, cuya inadecuación a la aventura lo convierte en motivo cómico, impregnando todas sus apariciones de un buen humor que hasta ahora se había hecho desear. Tampoco abundaban atmósferas y climas, bien provistas aquí por el exquisito Dante Spinotti (director de fotografía favorito de Michael Mann) y por ciertas nieblas nocturnas y marinas de las inmediaciones de la Isla Negra, allí donde los corazones más bravos tambalean.