Creer o creer
Algunos cambios significativos suponían en esta tercera entrega de las Crónicas de Narnia, la saga literaria infantil del escritor C.S. Lewis, un viraje para sortear falencias que se venían arrastrando desde la primera parte, sin corregirse en la segunda y que obedecían excluyentemente a no encontrar el público adecuado para la propuesta y en menor medida al flojo nivel de los guiones adaptados a la pantalla grande.
Los estudios Disney fracasaron comercialmente hablando al obtener tibias recaudaciones para semejante proyecto y ahora es el turno de Fox que tomó la posta de la saga con el director experimentado Michael Apted (las anteriores estuvieron a cargo de Andrew Adamson) y la forzada incorporación del 3D en un film pensado para 2D.
El resultado final deja una sensación ambigua con el interrogante puesto en lo que puede venir de acá en adelante y con las reiteradas fallas que a esta altura de las circunstancias parecen estar vinculadas exclusivamente con el trasfondo religioso y el ferviente catolicismo de su autor, plasmado en su obra. Lo que desde un comienzo aparecía en el terreno de lo subyacente como recreación de los mitos bíblicos en ese reino mágico llamado Narnia, con esta tercera parte de la saga no caben ya dudas respecto a la presencia de elementos emblemáticos de la religión católica: el paraíso, Dios omnipresente (es necesario aclarar que se trata del león Aslan), los 7 pecados capitales y la travesía espiritual como sello de madurez, evitando caer en las tentaciones terrenales. No son necesarios para esta saga 10 mandamientos sino uno solo: creer.
Y entre el creer y el no creer se debate el nuevo personaje incorporado en esta etapa: Eustace, un niño mojigato, excesivamente racional y primo de los dos protagonistas Lucy y Edmund -parias y huérfanos en el mundo real y soberanos en las tierras de Narnia- quien azarosamente se ve transportado a esta nueva aventura maritima, cuyo portal no es un ropero esta vez sino un cuadro viviente.
El otro nuevo personaje no es ni humano ni animal, sino que se trata justamente de un barco llamado El viajero del alba (de ahí el título de esta tercera película) comandado por el ya conocido Rey Caspian (Ben Barnes). El enemigo esta vez no es corpóreo sino que se manifiesta a través de una niebla verde (prima no reconocida del humo negro de la serie Lost), la cual influirá directamente en las conductas de cada personaje en obvia representación de los deseos y los miedos.
Sin adelantar mucho más sobre la trama que mezcla magia, seres de otro mundo, menos animales y menos humanos, se puede decir que la misión consiste en encontrar y destruir 7 espadas que no son otra cosa que la representación de los pecados capitales.
No puede acusarse a esta película de aburrida dado que el relato no presenta complicaciones a la hora de sumar situaciones y personajes, que sin duda enriquecen el universo monotemático de la magia; tampoco faltan escenas de acción donde el despliegue visual y el uso funcional de los efectos especiales no hacen ruido. No obstante, ninguna secuencia -incluso aquellas que suponen movimiento y acción trepidante- deslumbra por su originalidad o elaboración. Este aspecto se ve profundamente desaprovechado al haberse utilizado el 3D como agregado de postproducción y eso se nota en el conjunto.