El terror no escapa al cliché
Un grupo de cineastas amigos decidió rodar media docena de episodios sin relación temática entre sí, con un vago hilo conductor. Todo filmado en formato video. Como si no hubiesen pasado catorce años desde The Blair Witch Project.
¿Existe algún contrato firmado con sangre, que obliga a los realizadores noveles de cine de terror a filmar sus primeras películas en formato video, con estilo de falso documental? De no ser así, no se entiende por qué se sigue apelando a un recurso que, después de tantos años de uso y películas filmadas (de The Blair Witch Project, 1999, a todas las Actividad paranormal, pasando por la serie española [REC] y varias más) hace rato que pasó de ser una novedad, eventualmente efectiva, a devenir reiteradísimo cliché. Iniciativa de un grupo de cineastas amigos –varios de los cuales vienen de firmar una serie de cortos en clave de comedia de superacción, actuados por ellos mismos–, Las crónicas del miedo insiste con el truquito, utilizando a un consumidor de videos presuntamente snuff (el género en el que, según cuenta la leyenda, se filman o filmaban crímenes reales) como modo de amalgamar media docena de episodios sin relación temática entre sí, cada uno de ellos dirigido por un realizador distinto. De allí el título original, V/H/S.
El relato que sirve de hilo tiene por eje el encargo que alguien hace a un grupo de muchachos barderos (de esos a los que les divierte intrusar casas y eventualmente vandalizarlas), de entrar a un domicilio, para llevarse un viejo VHS. O tal vez entendieron mal, porque con lo que se encuentran es con un viejo y varios VHS. El viejo está tendido sobre un sillón, frente a un televisor encendido, y los muchachos, que no son gente muy detallista, dan por sentado que está muerto, por la simple razón de que no se mueve. Ya que están se ponen a ver los videos que el viejo tiene en el living, un poco porque no encuentran el que les mandaron llevarse y otro poco... ¿por qué? No se sabe muy bien. Tal vez por sufrir, como tantos chicos de su generación, de lo que Lacan llamaba “pulsión escópica” (la compulsión a mirar lo que sea) o, más simplemente, porque si no miran los videos no hay película.
Más allá de lo forzado de la excusa argumental, Las crónicas del miedo es tan despareja como todo film en episodios. El mejor, tal vez el único verdaderamente bueno, es, seguramente, el primero, en el que una bandita de chicos con ganas de “divertirse” (otros chicos, no los del hilo narrativo central) van a un boliche, se levantan a un par de chicas, llevándolas, borrachas, a la minúscula habitación donde se alojan. Una de ellas es rarísima: casi no habla, se queda mirando fijo, abre los ojos como un animal asustado. Ya tendrán su castigo los muchachitos, dispuestos a fornicar a una chica desmayada o de hacerlo en serie, confundiendo mujeres con muñecas de goma. El castigo será bestial, con una muy pertinente y oportuna derivación al fantástico. Uno de los chicos graba todo con una cámara disimulada en unos anteojos, concesión a la obsesión de la nueva generación de cineastas por mirarse el ombligo. El director del episodio se llama David Bruckner y tiene un aprobado.
No puede decirse lo mismo de los restantes episodios, todos ellos protagonizados por jóvenes. Tanto la historia de una “segunda luna de miel” que remata en una vuelta de tuerca irónica en términos de política sexual, como la visita grupal a un bosque que esconde un feo pasado o una muy forzada e hipersangrienta conspiración concretada vía Skype (este último dirigido por Joe Swanberg, todo un nombre de la corriente ultraindie conocida como mumblecore) coinciden en su tematización de la tecnología (la visual, sobre todo), su estética hipernaturalista (muy propia del mumblecore), su paranoia conspirativa, la desconfianza por el prójimo y un gore que parecería funcionar más que nada como manotazo de ahogado, para desperezar a un espectador al que tanto naturalismo atonal podría dejar en estado de somnolencia.