La puta y la santa
¿Dos reinas o la misma esquematización? Para desembarazarse rápidamente de esta pregunta, es necesario contestar que en esta película lo que prima es la segunda opción. Aprovechando los vientos epocales que corren (y en esto uno puede sospechar cierta falta de escrúpulos, como, por ejemplo, en la oportunista remake femenina de Ocean´s Eleven, Ocean´s Eight, que se escurrió entre los estrenos del año pasado), la ópera prima de Josie Rourke, veterana directora teatral inglesa, se sube a la ola –ya casi incontrolable– del trazo grueso pseudo feminista y regala una visión aggiornada del viejo maniqueísmo de escindir a la mujer en la puta y la santa.
Aquí pierden las dos contendientes al trono de Inglaterra porque ninguna de ellas es respetada en su condición femenina. El que gana tampoco es de ninguna manera el espectador –quien, por bellas que sean las locaciones naturales, consigue aburrirse bastante en las más de dos horas de intrigas, intríngulis e innuendos palaciegos, que vienen acompañadas de actores con caras de estoy-intrerpretando-un-personaje-histórico-y-por-eso-mi-seño-fruncido-y-elucubrador–. Quien triunfa, entonces, no es otra que la supremacía del tema, el bendito contenido. Todo está dado como si lo importante, lo verdaderamente importante, fuera lo que se dice, lo que se cuenta y no cómo se lo cuenta, cómo se lo dice. Cualquiera diría que esta gente cree que es posible separar lo uno de lo otro, que existe el contenido sin la forma.
Para afirmar este universo dicotómico planteado desde el comienzo por la película (al mejor estilo melodramático clásico pero sin los desbordes estéticamente atrayentes de aquel, sin su coraje y sin su osadía) se encuentra, de un lado, María Estuardo, la puta, interpretada por Saoirse Ronan, viuda reciente del monarca francés, que retorna a Escocia, respaldada por el catolicismo, para reclamar lo que por derecho sanguíneo cree que le corresponde. En la otra esquina, quien ha prestado su nombre a un período histórico, la reina Isabel, la santa, en la piel de Margot Robbie, se empeña en conservar su poder con la ayuda de la iglesia protestante.
Más allá de las explícitas bajadas de líneas en diálogos escritos evidentemente por varones para conmiserarse de las mujeres (“¡Qué crueles son los hombres!”, dice Isabel en un momento), y sin contar que lo que el film entiende por la problemática de género parece extraído de Feminismo for dummies, la puesta en escena dramática se empeña en explicar esta división entre ambas mujeres en el vestuario, los decorados, los escenarios naturales y en cuanto detalle pueda exponer. La puta, con su belleza natural, se viste de rojo; cabalga por escenarios agrestes; es rodeada por fluidos y salpicada por sangre. La santa, en cambio, esconde su rostro tras el maquillaje blanco; no deambula por los espacios como su prima escocesa sino que se dirige resuelta por entre habitaciones fastuosas. La puta es madre; la santa es virgen.
La tesis de la película –que en nada peca de original– propone a María e Isabel como la dos caras de una misma opresión, ejercida, claro está, por el patriarcado. Y para ello no escatima en paralelismos, de hecho, construye toda su narración bajo este principio: ambas reinas son filmadas de espaldas mientras caminan por largos pasillos de sendos decorados; o se ve a una y a otra, sucesivamente, mirar hacia el cielo; de las dos se muestra su relación con su séquito y con sus amantes. En definitiva, lo que se patentiza es que una, para sobrevivir, se ha tenido que doblegar, y la otra, para no ser doblegada, se ha tenido que masculinizar. A ninguna de las dos reinas le fue permitido ser plenamente mujer; y al relato no se le concedió poder ir un poco más lejos de lo obvio.