De Sunset Boulevard a Feud, la decadencia de las estrellas de Hollywood siempre fue una fascinante fuente de inspiración de historias, un potente caldo en el que pueden mezclarse morbo, glamour, nostalgia, épica. Como último amante conocido de la actriz Gloria Grahame, el aspirante a actor Peter Turner conoció ese material de primera mano y lo volcó en el libro autobiográfico en el que se basa Las estrellas de cine nunca mueren, que cuenta el romance y los últimos días de la alguna vez célebre dama.
Grahame tuvo su década de lustre entre mediados de los ’40 y de los ’50, un lapso en el que actuó en ¡Qué bello es vivir!, Encrucijada de odios o El espectáculo más grande del mundo, entre otras, y ganó el Oscar a mejor actriz de reparto por Cautivos del mal. El declive de su carrera coincidió con su protagonismo en las páginas de chimentos a raíz de su matrimonio -el cuarto- con Anthony Ray, hijo de su segundo marido, Nicholas Ray, y trece años menor que ella.
En la película, todo eso es una anécdota mencionada al pasar: la historia transcurre en 1981 (cuando la actriz, ya enferma, busca contención en la casa materna de su ex amante inglés) con flashbacks que se remontan a unos años antes, a fines de los ’70, para mostrar el amorío con Turner desde el nacimiento hasta el final. Annette Bening se carga la película al hombro con su interpretación de una Grahame de cincuentilargos, vital, luchadora, sin melancolía por su fama perdida. Y está bien acompañada por Jamie Bell (que hace casi veinte años fue Billy Elliot) como Turner.
Como en la vida de Grahame, los mejores momentos de Las estrellas de cine nunca mueren ocurren en el pasado, cuando la relación amorosa entre la cincuentona y el veinteañero Turner florece en escenarios hollywoodenses, de una artificialidad fantasiosa, como si fueran parte de una de las viejas películas de ella. Pero en el “presente”, cuando el cáncer mete la cola, todo se transforma en un melodrama lacrimógeno que apenas disimula la intención de hacernos salir del cine moqueando.