La premisa de Las facultades es extraordinariamente simple: un grupo de universitarios rinde exámenes finales, desde un oral de física hasta una muestra de piano. Lo que a priori podría parecer un ejercicio denso y monótono termina convirtiéndose en una celebración del conocimiento humano. Construida como documental de observación y posicionando al espectador casi en el punto de vista del profesor que toma el examen, la película lleva consigo la fascinación intrínseca de mostrar al público un mundo típicamente privado.
Los exámenes orales tienen, cada uno, una estructura propia: algunos son tensos, otros son divertidos, muchos son incómodos. Pero en su selección de participantes, en la diversidad de las disciplinas que se muestran, hay más que la diversión de ver a estudiantes nerviosos frente a un profesor. Ya sea en un examen de sociología o de física, de medicina o de derecho, la mayor virtud que tiene el documental es la de festejar el conocimiento. Es cierto que los momentos más memorables son aquellos que resultan más graciosos, pero hay algo más en la película que la separa de un mero ejercicio de reality tv, y está en esos exámenes que salen bien. Resulta hipnótico escuchar a alguien hablar durante cinco minutos sobre algo ya no que aprendió, sino que sabe. Esto es así aunque el examen sea de historia o de física cuántica. La seguridad del saber es fascinante y esa seguridad se traduce en una retórica prolija, atractiva y contagiosa. Cuando Las facultades termina, la sensación es doble: podría haber durado dos horas más, y dan ganas de volver a la facultad y estudiar todas las carreras existentes.
El único momento en el que la película se traiciona a sí misma es en el final, en el que se rinde ante la potencia de uno de los personajes que elige retratar y decide romper el código que se había mantenido hasta entonces. Como todo documental de observación, su atractivo recae en el poder de lo (aparentemente) real. La cámara, en casi todos los casos, está fija y, excepto en el examen de derecho (que, al estar estructurado como un simulacro, con partes defensoras, litigantes y un juez, no tiene más opción que darle al profesor su propio plano), está siempre enfocada en el estudiante. Lo que se nos presenta es la realidad sin intervención del montaje, sin puesta en escena, la realidad como transcurre frente a la cámara. En cambio, cuando uno de los protagonistas, un estudiante de UBA XXII, consigue su libertad, la película decide darle a ese momento un tratamiento privilegiado, retratando su salida del penitenciario y construyendo un relato ya intervenido en el que su protagonista pasa de la cárcel a la universidad, para finalizar en una clase de economía. El momento es bello, sin dudas, pero pierde potencia porque muestra los hilos y contrasta con la crudeza del resto del documental.