La premisa de unos amigos o familiares que se reúnen para pasar juntos unos días en una casona en medio de un entorno natural constituye casi un subgénero en sí mismo. Lo hemos visto con asiduidad en muchas películas francesas, en el cine indie estadounidense, pero también en el argentino (La quietud, de Pablo Trapero; Recreo, de Hernán Guerschuny y Jazmín Stuart; o Los sonámbulos, de Paula Hernández, por citar solo algunos ejemplos bastante recientes). La posibilidad de filmar la mayor parte de la historia en una única locación, en un ambiente controlado y sin molestas intromisiones, es una tentación irresistible para muchos guionistas, directores y productores.
De amplia trayectoria como actor (sus primeros pasos fueron junto al realizador Ezequiel Acuña), Ignacio Rogers contó para la escritura de Las fiestas con el aporte de otros reconocidos intérpretes como Esteban Lamothe, Julieta Zylberberg y Ezequiel Díaz (también uno de los protagonistas) y de Alberto Rojas Apel, quien fue precisamente coguionista de Acuña en films como Excursiones, Como un avión estrellado o Nadar solo.
En la primera secuencia vemos a Luz (Dolores Fonzi), Sergio (Daniel Hendler) y Mali (Ezequiel Díaz) yendo a visitar a su madre María Paz (Cecilia Roth), quien está internada en un hospital luego de atravesar una crisis de salud bastante extrema. Tras una recuperación poco menos que milagrosa, la manipuladora matriarca les pide que vayan a la quinta familiar para compartir unos días entre Navidad y Año Nuevo. Aunque Sergio parece ser el más sumiso, ninguno manifiesta demasiado interés en ser parte de ese reencuentro pero las justificaciones (coartadas) laborales o afectivas que cada uno manejaba se van desarticulando y no tienen más remedio que sumarse.
Como en toda película de estas características, cada uno de los personajes llega a la cita con una pesada carga de secretos y mentiras, contradicciones y traumas, remordimientos y resentimientos a cuestas. Y ese “mar de fondo”, esas tensiones latentes, esos conflictos no siempre explicitados ni mucho menos resueltos, no tardarán en pasar factura y de estallar por las causas y de las maneras más impensadas e inesperadas.
Si bien hay miradas laterales (una infantil y otra a cargo de Muñeca, que interpreta Maitina De Marco), el eje del relato pasa por las relaciones en varios momentos agobiantes, tóxicas y patológicas, aunque en otros pasajes también cómicas y hasta queribles, que se van estableciendo entre los integrantes a medida que pasa el tiempo (lo que en principio iba a ser una visita fugaz se termina prolongando). En este sentido, Rogers afortunadamente evita caer en la exageración, el subrayado y el estereotipo para exponer los conflictos y esas cuentas pendientes a través de diálogos, observaciones, detalles, gestos en principio banales e intrascendentes pero que luego se van resignificando y adquiriendo dimensiones inesperadas.
Como en cualquier dinámica familiar hay constantes manipulaciones, códigos, seducciones, alianzas, enojos, rebeldías y reacomodamientos. En esa coreografía de los sentimientos Rogers y su cuarteto protagónico tienen más hallazgos que carencias porque la sutileza le suele ganar a la tentación de la explicitud o del golpe de efecto. Y es en el notable plano final (probablemente el más virtuoso, arriesgado e impactante de todo el relato) donde aflora la sensación de que Rogers tiene no solo talento sino también mucho margen para seguir creciendo como cineasta.