María Paz (Cecilia Roth) se despierta tras una larga internación por complicaciones de una afección cardíaca y lo primero que verbaliza después de tranquilizar a sus hijos es que se siente diferente. “¿Diferente?”, le preguntan los tres con cierta incredulidad y desconcierto ante el calificativo elegido para describir un momento crucial: nada menos que el despertar a la vida. En lugar de repetir lo que ella está aseverando, lo cuestionan, como si no fuera posible que esa mujer, luego de esa experiencia cercana a la muerte, pudiese mostrarse distinta.
En esa primera secuencia en la que los personajes principales de Las fiestas están reunidos (en ese caso, en la habitación de un hospital, en contraste con un final a cielo abierto) notamos la disfuncionalidad de esa familia no solo por esa interpelación a la madre sino también por las miradas y la forma en la que cada uno se va acercando al otro. Allí están esas dos hermanas que tienen una relación más estrecha (interpretadas por Dolores Fonzi y Ezequiel Díaz), ese hermano que intenta acercar a las partes y conciliar (Daniel Hendler), y esa mamá que se presenta como un enigma y que es personificada por Roth en un gran trabajo de manifestaciones subrepticias.
Luego de su debut como cineasta con El diablo blanco -donde Díaz también fue protagonista-, Ignacio Rogers ratifica con su segundo largometraje (exhibido el año pasado en la 37ma. edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) que sabe cómo fusionar los géneros con esa oscilación entre la comedia familiar costumbrista, ciertos pasajes de humor negro y algunos tramos dramáticos, con el agregado de un manejo de la tensión que, in crescendo, sobrevuela esa convivencia del cuarteto en la quinta afueras de la ciudad donde María Paz invitó a sus hijos a pesar de percibir su reticencia (pero sin asumirla del todo).
Con un guion concebido por Rogers, Díaz, Julieta Zylberberg, Esteban Lamothe y Alberto Rojas Apel, Las fiestas toma la convención de cómo, en el marco de la previa a Navidad, las internas de una familia se ponen de manifiesto cuando el ocio juega su parte. El requerimiento de María Paz, un personaje que contempla en silencio para luego lanzar una daga disruptiva en esa calma aparente, es lo que permite que sus hijos la enfrenten cuando pueden correrla del lugar de víctima.
En ese punto, se lucen las secuencias en las que Roth, Fonzi, Díaz y Hendler están juntos en escena. Los actores aportan una naturalidad a personajes que se necesitan mutuamente para manejar conflictos y crisis existenciales de las que no hablan demasiado, pero cuyo peso cargan hasta la inevitable implosión. En el centro de esas rispideces de los hermanos está siempre esa madre a la que Rogers filma en penumbras a lo lejos o bien con la luz natural invadiendo un rostro de expresiones indescifrables. No hay término medio para esa mujer que, con su conducta pasiva-agresiva, se preocupa por sus hijos pero también los manipula con frases de manual, reconocibles, el pilar de los instantes donde prima la comedia y donde Rogers navega más cómodo: en el registro de las imperfecciones que pueden hallarse en cualquier reunión familiar.