Emprendedores y empresarios
El segundo largometraje del realizador argentino Nicolás Gil Lavedra, Las Grietas de Jara (2018), es la adaptación de la novela homónima de la escritora también argentina Claudia Piñeiro. La adaptación a cargo del propio Gil Lavedra (Verdades Verdaderas: La Vida de Estela, 2011) junto a Emiliano Torres (El Invierno, 2016) busca construir un relato policial en el que la atmosfera de suspenso se combina con una abierta crítica social respecto del éxito, el trabajo, el matrimonio, la paternidad, la vocación y las decisiones que marcan la vida.
Una joven, Leonor (Sara Sálamo) llega al estudio Borla y asociados para indagar sobre el paradero de Nelson Jara (Oscar Martínez), lo que pone a la defensiva tanto a Mario (Santiago Segura) y a Marta (Soledad Villamil), socios del estudio de arquitectura, como a su empleado, el también arquitecto Pablo Simó (Joaquín Furriel). Sin demasiadas sutilezas el film va construyendo caracteres muy definidos para los personajes en que el destaca el empleado Simó. Pablo vive en un matrimonio infeliz junto a su esposa Laura (Laura Novoa) y su rebelde hija. En su trabajo se conforma con su estatus de empleado desde hace veinte años sin cuestionar su lugar ni pedir nada más de lo que el estudio le da, a pesar de cargar con los secretos de los socios y apoyarlos como si ocupara un rol de más responsabilidad, derechos y ganancias. Mientras tanto su sueño de construir un edificio de diseño en el cual los habitantes puedan disfrutar de una buena construcción, de calidad y con un esquema artístico e innovador se diluye entre las burlas de Marta y la falta de criterio de unas clases dominantes que prefieren vivir en lo que Pablo denomina con una muy acertada ironía palacios de cartón.
Como buen empleado Pablo recibe la ingrata tarea de lidiar con Jara, un hombre de mediana edad, vecino de una construcción dirigida por el estudio Borla, que argumenta que errores de procedimiento en el apuntalamiento de los cimientos han causado una grieta en su departamento, por lo que solicita al estudio una gran compensación monetaria. Esto desata una situación insostenible en la que Jara presiona al estudio a través de un intento de convertir a su interlocutor, Simó, en su socio o aliado en una especie de búsqueda de justicia social ante las injusticias que los empresarios tienen para con sus empleados, el medio ambiente y la sociedad, en sus negociados. Así, la película realiza una deconstrucción de las personalidades de estos dos hombres y su relación para dar cuenta del cambio que la misma produce en la personalidad de Simó.
El opus de Gil Lavedra falla por momentos a la hora de crear suspenso en una obra con claroscuros que se pierde en historias paralelas con poca transcendencia o con un resultado adverso para la credibilidad o la solidez narrativa de la historia, producto de un excesivo respeto de la obra original de Piñeiro. Las limitaciones de la obra original afectan la obra en su carácter policial pero también la ayudan en la creación de unos personajes que se destacan por su similitud con la vida real predecible y poco interesante.
Con muy buenas actuaciones, especialmente de parte de Joaquín Furriel, que se destaca en un papel complejo y demandante de un joven idealista, de ideas progresistas, alejado del ideario empresarial burgués y de su mentalidad hedonista delictiva, que busca la lucro en detrimento del bienestar social a toda costa en lugar de buscar mejorar las condiciones del mundo, el film genera una historia que atrapa en algunas escenas pero deja escapar el suspenso en otras para dejarlo vagar sin sentido. La música dramática de Nicolás Sorín (Boca de Pozo, 2014), una fotografía muy interesante que busca postales e imágenes extraordinarias de la grandeza arquitectónica de Buenos Aires y primeros planos sugestivos o retratos oníricos en medio de la lluvia son algunas de las características que a nivel estético construyen un gran film con una muy buena dirección que tan solo falla en el punto de partida, lo que desgraciadamente a la postre afecta el edificio final.